viernes, 4 de diciembre de 2009

El campito de Juan Diego Incardona (nota)






Literatura argentina y peronismo. Sobre El Campito, de Juan Diego Incardona (Buenos Aires: Sudamericana/Mondadori, 2009)

(*) Por Nancy Fernández

En su extraordinario ensayo “El narrador. Sobre la obra de Nicolai Leskov”, Walter Benjamin pensaba en dos figuras: el viajero que cuenta y el otro que, sedentario en su morada, hace circular las historias de generación en generación, propagándolas hacia destinos insospechados. La imagen de quien siempre estuvo ahí para contar lo que vio y lo que sabe se complementa con el círculo de escuchas ávidos para no perder detalle y continuar al infinito con el suceso, a medias cierto, a medias inventado. Juan Diego Incardona nos vuelve a sorprender con su nuevo libro, esta vez la novela que tituló El campito y que comenzó a publicar “por entregas” en la prestigiosa revista que el mismo fundó, El interpretador. Letras, arte y pensamiento. Con Juan Diego es posible ver al menos dos líneas de lectura que lo formaron como escritor, a saber, las maravillosas historias que le vienen de Mark Twain y Julio Verne, y la vertiente nacional que va de Roberto Arlt, Leopoldo Marechal y Oesterheld (con este último la política, el dibujo y la acción). En El campito, las aventuras del río Mississippi dejan paso al Riachuelo y al Matanza, zonas de peligro y salvación que hay que cruzar para concebir en su integridad, la saga que narra el mundo cotidiano, el público y el privado desde Villa Celina hasta acá. Si de aventuras se trata el núcleo que potencia la escritura, está en la acción, el motor que hace funcionar la narratividad entre el mundo familiar y su transformación humorística en un averno alucinante. Porque la aventura radica en el espacio propio y conocido, el texto manifiesta dos géneros de composición que sostienen la técnica del relato. Desde esta perspectiva, hay elementos de realismo y de ciencia ficción, procedentes de referencias localizables en la cartografía zonal de La Matanza (nombres propios, Juan Diego, Leticia, el Moncho, La Juanita, la evocación a Perón y Evita, la conmemoración del 25 de mayo, las Fiestas Patrias y el 17 de octubre las formaciones discursivas y estrategias identitarias que apelan al reconocimiento y la señal de grupos militantes: el vocativo “compañeros”, los festejos y actos públicos, los graffitis combativos, las referencias a la “Libertadora” y al golpe del 55´, los fusilamientos, los refugiados del peronismo protegidos por la CGT para llegar a días más apacibles en las reuniones de la parroquia del Sagrado Corazón, que conocemos de Villa Celina); todos son rastros que van quedando de una transfiguración de la cultura popular en clave de ciencia ficción. La ficción alucinante empuja los hechos como “días que se empujan en desorden”, tomando el nombre del blog que administra Incardona. Así funcionan los loros barbudos, el Gorja Mercante y los enanos peronistas, Aldo el enano gigante, y las criaturas mutantes que derivaron en tal estado a causa de una nube de gas venenoso que acecha al Gran Buenos Aires. ¿Y quien de nosotros no ha visto hacia la salida de Capital Federal, la neblina tóxica que invade Dock Sud? Incardona comienza con el contexto preciso: tenía 18 años y era la época de la remarcación comercial, la plata no alcanzaba, y la ficción se convierte en el salvoconducto práctico para reinstaurar, en sueño, pesadilla o recuerdo verídico, la liturgia ritual de la memoria activa.
En este sentido, también cabe hablar de experiencia, de esa que el autor hace funcionar en la novela (y en la saga), con elementos íntimamente autobiográficos y con la memoria de la comunidad vecinal, la mitología barrial del conurbano bonaerense.
Salir a “la esquina de la Juanita” para respirar un poco y de ahí en más, las anécdotas de Juan Diego, el que escucha y relata, son materia para la escritura de la vida que transita por la a-ventura; narrador y personajes, transmisores que deambulan y se detienen para zapar historias, tal como Juan Diego hace en rueda de amigos con sus versiones de rock nacional. La CGT conspira y construye por orden de “la Señora”, según se dice, según se sabe o se cree, barrios secretos con formas de cabeza humana. Fortuna y azar pueden cambiar de rumbo y generar incertidumbre. Así, El campito cuenta como pasado, casi en temporalidad arquetípica, lo sucedido en su dimensión de realidad y de artificio. Lo visual y el dibujo, entonces, tienen que ver con esa marca que imprime Oesterheld, con la acción que se desplaza y desencadena posibilidades de un auténtico delirio y visos de verosimilitud.
El intervalo y la espera constituyen la condición material para que la narración, paradójicamente avance. Y en esa pausa que Juan Diego no aguanta (porque a Carlitos, el ciruja, le pregunta con ansiedad cuando vuelve y como sigue la historia), toman forma los mitos y la realidad histórica, promoviendo una dinámica narrativa para las mil y una noches del Conurbano, la celebración plena de la fábula peronista. Si el final explota con la batalla del Mercado Central, Marechal se filtra en los recorridos del Ciruja y su Gato Montés, el Gorja Mercante y el Cantor: el Purgatorio, la Parada, los puentes, pasadizos y monoblocks. En semejante escenario, todos los personajes pasan a ser relatores de una historia a transmitirse en cadena (como los actos cívicos del General), donde cada uno aporta un detalle o añade otra posibilidad. En la cartografía que el autor literalmente nos muestra en línea de saga, vuelven las viejas anécdotas y personajes: la alusión al hombre gato, el ataque a Villa Celina, el perro de dos narices conjugando la subjetividad colectiva en el sistema de creencias y códigos barriales. Desierto, campo y barrio son modos de reconfigurar la tradición argentina: el barrio es la entrada para corear con voz ronca y popular la fiesta nacional el régimen textual con su verdad propia, la inajenable huella arltiana de baldíos galvanoplásticos, con rosas de cobre y jazmines de bronce poblando llanuras de carboneras.

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