martes, 3 de noviembre de 2009


Un relato médico

(*) Por Edgardo H. Berg


“Con su memoria, Villa, usted tiene que estudiar medicina”
(Luis Gusmán).


Se podría pensar esta cita como un delgado tejido que articula la historia con una práctica y un aprendizaje de un sujeto sobre el cuerpo ajeno. Pero cuando el registro de los acontecimientos (la notación paciente y temerosa de sucesos ilegales como cómplice silencioso) se anuda con la intervención política y quirúrgica sobre cuerpos inocentes, la historia, en tanto prognosis, se transforma en un teatro siniestro de crueldades, donde matar se convierte en asunto médico. Nuestra historia contemporánea puede verse, en muchos casos, como una historia de cuerpos y cadáveres insepultos. Cuando no se sepulta a los propios muertos estos reaparecen y los cadáveres, fantasmagóricamente, deambulan y asoman como espectros que agitan el recuerdo tenebroso de los campos de exterminio.
“Una sociedad se eleva desde la brutalidad hasta el orden. Ya que la barbarie es la era del hecho, es pues, necesario que la era del orden sea el imperio de las ficciones, pues no hay poder capaz de fundar el orden en la sola coacción de los cuerpos por los cuerpos. Se hacen necesarias fuerzas ficticias”, decía Paul Valéry.
El poder fabrica ilusiones y máquinas narrativas capaces de fundamentar la represión ejercida sobre los cuerpos y de excluir en el espacio social, los sujetos marcados por el estigma de la diferencia. Sin embargo, mientras quede un hombre vivo para contar la historia, el borrado de las huellas de la memoria y de las marcas de las historias, inscriptas en los cuerpos de las víctimas, estará destinado a fracasar. “El superviviente, afirma Giorgio Agamben en su libro Lo que queda de Auschwitz (2000: 26), tiene la vocación de la memoria, no puede no recordar”. El testimonio de lo ocurrido no sólo representa un impulso y una liberación para los que sobrevivieron a la catástrofe del mal sino también una obligación, una deuda con los que murieron. En este sentido, la memoria, como la Antígona de Sófocles, lucha y se rebela contra las disposiciones del olvido. A las razones del Estado, las “locas” de Plaza de Mayo y luego la agrupación H.I.J.O.S. impusieron el derecho de la familia; las leyes eternas de la piedad con los muertos contra la usurpación represiva y delictiva de la última dictadura militar en la Argentina.
En Tres propuestas para el próximo milenio (y cinco dificultades) (2001),Ricardo Piglia analiza el relato que el Estado construyó durante la última dictadura militar en la Argentina, en donde el cuerpo social dejó de ser una metáfora jurídica y política para ser pensado desde el horizonte epistemológico de las ciencias médicas. Ese “relato quirúrgico” “que trabaja sobre los cuerpos” y que circulaba en la época, no sólo conformaba un modo de narrar, sino también una estrategia de legitimación discursiva sobre la represión clandestina. Los militares, afirma Piglia, hablaban de la Argentina como una suerte de cuerpo enfermo que tenía un tumor o un cáncer que proliferaba. Ese tumor cancerígeno se identificaba con la subversión y la función de los militares era operar, sin anestesia en una sala cubierta por cuerpos desnudos, ensangrentados, mutilados. Y en ese relato ficcional que usaba una metáfora médica se decía la verdad y, a la vez, se ocultaba y se encubría en un relato alegórico lo que en verdad estaba sucediendo (p. 23 y 24).
Quisiera referirme a un texto de los años noventa que actualiza la experiencia del pasado imponiendo una temporalidad que se aparta de la linealidad del relato historiográfico clásico, configurando discursivamente una trama de remisiones superpuestas. La novela es Villa (1995), donde Gusmán vuelve a narrar la experiencia de la última dictadura militar en la Argentina desde un presente que interroga el pasado. ¿Cómo volver a narrar una experiencia límite? ¿Qué queda de ese pasado en el presente? ¿Cuál es el futuro de ese pasado?
Podríamos afirmar que la novela de Luis Gusmán representa un punto de viraje en su producción narrativa. Si en los comienzos sus textos estaban cercanos a la experimentación y a los protocolos propios de la vanguardia psicoanálitica, enunciada en los 70 por el grupo Literal (Osvaldo Lamborghini, Germán Garcia, Lorenzo Quinteros y el propio autor, entre otros), donde el pensamiento lacaniano moldeaba la singularidad de los proyectos escriturarios, hacia los 90 Gusmán se aparta visiblemente de la etapa inaugural (El frasquito, Brillos, Cuerpo velado, publicados en la década del 70) y trabaja con un verosímil novelesco más cercano a la gran tradición realista.
Hacia finales de los 90 y comienzos de nuestro siglo, una serie de textos narrativos volvieron a interrogarse sobre la posibilidad de narrar la historia reciente. Las preguntas propias de los últimos 80 años de ¿cómo narrar los hechos reales? o ¿cómo narrar después del horror? se trastocó en otra: ¿cómo narrar los efectos del horror en el presente? O mejor, ¿qué dice la literatura cuando habla de la memoria del presente? Novelas como Villa (1995), Ni muerto has perdido tu nombre (2002) de Luis Gusmán, Los planetas (1999) de Sergio Chejfec o Dos veces junio (2002) de Martín Kohan inician nuevas modulaciones narrativas que, en algunos casos, se distancian de los modelos previos (los ejemplos de Gusmán y Kohan quizá sean los más evidentes) y postulan una nueva alianza entre política y poética.
Escritas y publicadas durante la implantación y desarrollo del llamado neoliberalismo, o capitalismo salvaje, durante la presidencia de Carlos Saúl Menem, son novelas que emergen luego del hito político que significó el Juicio a las Juntas Militares, la publicación de Nunca más y del Diario del Juicio. Son novelas que también se hacen cargo del impacto jurídico y social que produjeron, a posteriori, las leyes de Punto Final (1986) y de Obediencia Debida (1987) durante el gobierno de Raúl Alfonsín y, finalmente, los Indultos (1989-1990) promulgados por Menem.
Villa fue quizá la novela que cambió el eje de interrogación y mudó la pregunta sobre el pasado inmediato hacia el porvenir. En este sentido, Luis Gusmán pudo resignificar, en los límites del lenguaje narrativo, el peculiar punto de vista del victimario al contar otra historia (la misma historia) desde la conciencia perturbada de un médico colaborador de la máquina represiva del Estado. El narrador de la novela de Gusmán pasa de ser un empleado del Ministerio de Bienestar Social a integrante de los comandos de exterminio del lopezreguismo y, luego, de la última dictadura militar. La novela construye el habla de un partícipe civil directo del terror del Estado desde el registro íntimo de la primera persona y de las jergas privadas del aparato estatal genocida. Ambientada en la década del 70, en el caótico período político que va de la muerte del General Perón a los primeros años del gobierno militar, la novela cuenta centralmente la historia de un subalterno, de un “mosca”, tal como son denominados los servidores de los jugadores de póquer (“Un mosca es el que revolotea alrededor de un grande. Si es un ídolo, mejor”, afirma el texto). Este personaje se constituirá siempre en la relación de sumisión y subordinación con el poder de turno y hará de su oficio un destino. Villa pasa de ser “mosca” a médico del Ministerio de Bienestar Social y como médico no será otra cosa que un engranaje de la compleja máquina burocrática de gobierno. Atravesado por la experiencia histórica de los sucesivos gobiernos, civiles y militares, Villa dejará vislumbrar la compleja interacción entre subordinación civil y complicidad social. Ese vaivén contradictorio que va del orgullo conformista como subordinado (Villa como médico-soldado que cumple órdenes claramente criminales) al remordimiento (Villa como partícipe responsable de la máquina genocida) que, finalmente lo ahogará.
Villa nunca es protagonista de su propia historia y siempre es la sombra de alguien. Si la figura del padre, el motivo del doble y el tópico de la muerte aparecen como motivos recurrentes en la literatura de Gusmán, la ausencia paterna en la vida de Villa es sustituida y desplazada permanentemente por la palabra y el mando de los otros, personajes que siempre ofician como “ley” (Firpo su jefe, más tarde Villalba). El autor sumerge al lector a partir de la mirada de Villa en la violencia, tortura e ilegalidad que circunda la Argentina en esos tiempos. Las acciones del protagonista prefijadas por las órdenes y los pactos de las jerarquías (en definitiva las prácticas ilegales, amparadas o solicitadas por el terror del Estado) se conjugan en un juego perverso y sádico de ocultamiento y evidencia.
Si se quiere, la última dictadura militar articuló un relato médico para extirpar, sin anestesia, “el cáncer del cuerpo social”. En este sentido, los doctores Villa, Firpo y Villalba no se separan de la solapada complejidad de una trama de intrigas personales, convenciones ruines y miserables que, sin quebrantar del todo, fisuran la convivencia de médicos y militares. Los conceptos de lealtad y acatamiento, nítidamente perfilados en el protagonista (aunque es difícil hablar de protagonismo en un personaje que está atravesado por los actos de los otros) son inscriptos sobre una atmósfera de amenaza y paranoia que permiten pensar en la posibilidad de una trampa inminente. Lo público y lo privado esconden y condensan la complicidad de la sociedad, la trama secreta de aquellos que habitan sobre una ciudad sitiada y llena de cadáveres. Si el Estado se sostiene con prácticas ilegales para sostener un poder totalitario y violento, el punto de anclaje es una comunidad basada en los valores de una doble moral. La apatía moral y la ceguera deliberada de su narrador (Villa) desnudan y escenifican los engranajes del Estado, aceitado para producir sujetos cómplices de la persecución política y de los crímenes abyectos. Al mismo tiempo, las poleas del poder estatal enhebran una red de complicidades, tendientes a encubrir e impedir el acceso a la verdad y distorsionar la memoria pública.
Cuando Villa se interna en los meandros de su memoria y registra en un informe (burocrático) las atrocidades de las cuáles fue partícipe, el mundo inmotivado de las casualidades se desmorona y disuelve. Los pactos y el sistema de lealtades que tejen su mundo se han resquebrajado para siempre. Villa no muere por no poder olvidar, como el Funes de Borges, pero su último destino, el traslado a Resistencia prefijado por Villalba, confirma la naturaleza de su elección: ser un “mosca” es también saber acatar las órdenes de los superiores, aunque estas estén signadas por la traición y el oprobio.
Querer olvidar la radicalidad del mal, como decía Hannah Arendt, es pretender obstruir el recuerdo de la inmoralidad absoluta del terrorismo de Estado. Gusmán, al transitar sobre nuestro pasado reciente, no intenta meramente un camino retrospectivo, sino, más bien, volver sobre las razones de su engendramiento.

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