viernes, 5 de marzo de 2010

BARÓN BIZA vía Ferrer (por Sebastián Hernaiz)












Notas sobre Barón Biza, el inmoralista, de Christian Ferrer[i]


(*) Sebastián Hernaiz


1 - en primera

Hace un tiempo, Juan Pablo Liefeld me invitó a escribir un ensayo sobre el Barón Biza de Christian Ferrer para
una revista que estaba planeando. Por eso escribo estas páginas. Y empezarlas así no es capricho, sino el modo que creo ajustado a los fines de este texto: escribir sobre Ferrer.

A fines del año pasado, con su lúcida y perfectamente desprolija prosa,
Liefeld también escribió sobre este libro y este autor. En su ensayo empezaba contando cómo había llegado él mismo a leer algunos de los textos de Ferrer, y cómo a escuchar sus clases y algunas charlas y conferencias. Tal vez sea pertinente, entonces, para empezar, decir que en alguna medida con Juan Pablo lo primero que nos cruzó en simpatías fue el gusto por textos de Ferrer y algunos de sus compañeros de generación, como los de la revista El ojo mocho, donde compartía plantel con María Pía López, Eduardo Rinesi y Guillermo Korn, entre otros muchos. Con varios de esos nombres sobre una mesa, apilados al lado de cervezas y cigarrillos en forma de libros, revistas o fotocopias, no faltaron, desde entonces, noches en que los hiciéramos parte de charlas ebrias junto a Diego Cousido, Hernán Sassi o Juan Leotta, entre algunos otros amigos con los que nos juntábamos a divagar y emborracharnos: noches eternas que con los pasos quebrados de la vida se fueron sucediendo e interrumpiendo.
Para empezar a escribir sobre un libro de Ferrer, lo primero que habría que tener en cuenta es que no puede significar poco que un texto –los textos de Ferrer, en este caso- haya podido funcionar como un canal de comunicación para la amistad, de un modo que es afectuoso e intelectual, al mismo tiempo, como una cosa única que se extiende en charlas y escritos.
Por eso, cuando Juan Pablo me invitó a escribir, sólo quise decir que sí.

2 - la curiosidad y las disgresiones

Empezar en primera persona para hablar de un libro de Christian Ferrer no es casual o capricho. Es el modo que sus libros parecieran pedir. Porque el propio Ferrer se presenta, en su libro, como una primera persona que, sin caer en el egotismo exhibicionista, se da a conocer sin ocultarse tras la objetividad del escriba distanciado. Ferrer escribe como dándose a conocer, presentándose a sí mismo como sujeto atravesado por la historia y los lazos sociales que lo constituyen y hacen del individuo un hecho comunitario. El diálogo que abre el autor queda entablado inevitablemente desde ese lugar. No hay un objeto de estudio cauterizado que aflora de la investigación minuciosa. Hay investigación, sí, y por demás minuciosa y documentada, pero lo que se escribe no es el informe sobre un objeto de estudio. Lo que se escribe es la historia que surge de múltiples encuentros: “¿Qué sabía de Barón Biza cuando encontré sus libros?” se pregunta al comienzo del texto. La pregunta es central en el modus epistemológico y constructivo del libro. Para Ferrer, su anécdota individual amerita ser contada, porque en su itinerario personal destella con claridad la forma en que una sociedad digirió los libros y la historia de Barón Biza, y como esa, otras tantas historias y libros.
Pronto entendemos que Barón Biza - El inmoralista será un libro lleno de potentes disgresiones. Ferrer recuerda haber llegado al nombre de Barón Biza por comentarios escuchados en librerías de viejo; en librerías de viejo que serán luego el único lugar donde encuentre libros de Barón Biza. Comentarios y libros residuales: a partir de estos datos Ferrer se permite, entonces, una primera disgresión: se abre el espacio para reflexionar sobre el lugar y la función social de las librerías de viejo hoy día. El libro que lleva por título Barón Biza muestra pronto una de sus costuras: la vida pública de Barón Biza es un cordel alrededor del cual la capacidad narrativa y reflexiva de Ferrer irá entretejiendo disgresiones sobre distintos fenómenos que ameritan ser relatados.
En librerías de viejo encuentra Ferrer los libros de Barón Biza, y allí también escucha el nombre y las historias que lo impregnaban. Porque Barón Biza, luego de su muerte y su desaparición de la escena pública, fue durante mucho tiempo eso: una leyenda balbuceada en los subsuelos, un relato entre el polvo de los libros usados. Este estado de la historia seduce a Ferrer, que escucha las voces bajas y repone el origen del relato: “su nombre venía engarzado a episodios tormentosos pero cuya consistencia era casi exclusivamente oral
[1]. Son innumerables las anécdotas que se le atribuyen. Cuántas son ficticias o auténticas es imposible saberlo ya. Llega un momento en que los mitos se independizan de su fuente. Su obra, al fin, se licuó en dos géneros menores: la crónica negra de la literatura y los rumores que suelen deslizar los seres de la trasnoche”.

3 - un hombre inverosímil

A poco de comenzar su libro, Ferrer recuerda una nota que sale en un diario como comentario de la primera novela de Barón Biza. Decía el diario: “Barón Biza es un hombre extraño e inverosímil
[2]”. De inmediato resulta interesante el efecto que podía generar Barón Biza entre sus contemporáneos: “un hombre inverosímil”, dice el periodista. No se dice en el diario “una novela inverosímil”, se dice “un hombre”. “Un hombre inverosímil”. ¿Cómo puede, un hombre, ser inverosímil?
Es famoso un comentario, una paradoja similar. En un café dos hombres juegan ajedrez. Hace unos meses hubo en la ciudad un alzamiento militar que fue reprimido con violencia por las fuerzas estatales. Saldo de la refriega hubo varios fusilados. En el bar hace calor. Un hombre dice, al pasar: “-Hay un fusilado que vive”. La paradoja se convertirá con los meses en un libro fundamental. Estamos hablando, claro, de Operación Masacre, de Rodolfo Walsh, donde todo comienza de una “historia increíble” que se “cree en el acto”. La potencia de lo inverosímil.
El antecedente no es menor y acaso ahí se encuentre uno de los afluentes de la tradición que alimenta el libro de Ferrer: escribir sobre la verificable existencia de un hombre inverosímil; escribir sobre los mecanismos sociales, sobre las formas de la sociedad que hacen de un miembro de ésta, un hombre inverosímil.
El relato que hace Ferrer de la vida de Barón Biza –“de ciertos momentos en que sus acciones la hicieron notoria ante la opinión pública”- no es ni una exégesis ni una condena de la figura de Barón Biza. Es un intento de indagar el modo en que este hombre inverosímil fue posible y el modo en que entrelazó sus días con los de la sociedad argentina del siglo XX. No en vano Ferrer elige pronto recordar una frase que podría ser una respuesta a aquella esquela de periódico. Barón Biza escribió una vez: “Más que un anormal, soy un producto social”
Varias veces Ferrer hace alusión al “ser escritor” de Barón Biza. En varios momentos lo hace con un giro particular que se repite y que en su repetición echa luz sobre el modo de participar en lo social que entiende Ferrer que tenía Barón Biza. Dice, por ejemplo, “el propio Barón Biza durante la década de 1920 se presentó como escritor” o “El derecho de matar, de 1933, le concedería notoriedad pública, pero no hizo otra cosa con ese libro que presentarse en sociedad como si estuviera concurriendo a un duelo, y sin padrinos”. Barón Biza es escritor como un modo de participar de la sociedad, como un modo de presentarse en la sociedad.
La narración que hará Ferrer de este hombre inverosímil que se presenta como escritor se centrará en las relaciones sociales que constituyen al Barón Biza que se desprende del libro. Ya las relaciones familiares, ya las amorosas, ya las económicas, ya las culturales, ya las políticas. En el desglosar en capítulos distintos modos de la participación social encuentra su sentido el índice del libro: el padre; el rentista; el enamorado; el revolucionario.
Es significativo que el subtítulo elegido para el libro haya sido “El inmoralista”. Ese epíteto elegido para Barón Biza en el título es una apropiación de la categoría de inmoral que la sociedad que lo tuvo en su seno le indilgó. Sin embargo, a la hora de elegirle uno al interior del texto, Barón Biza aparece con otro epíteto: “Barón Biza, escritor”. La alternancia de los epítetos que se suman no son, sin embargo, un defasaje o un error. Juntos dan cuenta de Barón Biza y su sociedad: inmoralista y escritor, en ese arco, explican la autopercepción de Barón Biza y el modo en que circulaba entre sus contemporáneos. Escribe Ferrer “Barón Biza se proponía devolver a la sociedad una imagen cruel en el espejo. Un vómito.”

4 - suicidio y narración

Barón Biza se suicidó una noche del invierno de 1964. Antes de eso había sido escritor, trotamundos, exégeta yrigoyenista, radical revolucionario y forjista; había estado preso varias veces, se había casado con una estrella de Hollywood que moriría en un intento de proeza aeronáutica, había escrito injuriosas cartas al Papa, y se había retado a duelo con altos funcionarios gubernamentales; había tenido hijos, había erigido un monumento de corte fálico de mayor envergadura que el Obelisco, había estado exiliado, sido diplomático, hecho varias huelgas de hambre, tenido la concesión de algunos pasajes subterráneos de la ciudad de Buenos Aires y lo habían acusado de pornógrafo e inmoral. Además, poco antes de suicidarse, le tiró ácido corrosivo en la cara a su segunda mujer: la pedagoga feminista Clotilde Sabattini, de quien estaba separado hacía unos años.

La familia Barón Biza carga hoy con un historial de suicidios que no en vano pueden pensarse operando como sustrato en la novela de Jorge Barón, el hijo de Barón Biza: “Una gran corriente de consuelos afluyó hacia mí cuando se produjo el primer suicidio en la familia. Cuando se desencadenó el segundo, la corriente se convirtió en un océano vacilante y sin horizontes. Después del tercero, las personas corren a cerrar la ventana cada vez que entro a una habitación que está a más de tres pisos”.
Son muchas las figuras que se han suicidado en la Argentina. La generación de ensayistas a la que pertenece Ferrer se ha ocupado de algunos. Por afán de ejemplos: Eduardo Rinesi ha escrito con inteligencia una teoría de los límites del liberalismo como modo de relatar la vida y muerte de Lisandro de la Torre, y María Pía López hizo lo propio con las tensiones y pasajes que marcaron la vida y muerte de Leopoldo Lugones.
En ese libro sobre Lugones, Pía López escribe que el suicidio de un hombre parece obligar al gesto de lectura que mira retrospectivamente la vida como un relato en el que se buscan los indicios que expliquen ese acto último. Sobre el suicidio de Lugones también escribió Borges, pero, de algún modo, a la inversa. Ante los intentos de efecto explicativo de narrar una vida a la luz del suicidio que la cierra, Borges oponía la necesidad de reconocer lo complejo de los hechos y reconocer que uno cualquiera, el más nimio, puede ser el desencadenante de la decisión.
¿Qué hace Ferrer, en este sentido, con la narración de una vida que, sabemos, termina y se rodea de suicidios?
Ferrer recuerda también un texto de 1926 del propio Barón Biza: “Que todo suicida lleva en sí, obscuro y latente, el germen de su definitiva determinación es verdad que nadie pretenderá discutir, pero no hay duda de que el ambiente influye sobre él en forma notable”.
Ferrer escribirá la vida de este suicida. Escribirá los momentos de la vida de este escritor suicida que resonaron en la vida pública, escribirá los momentos de la vida de este escritor aristócrata, revolucionario y suicida que la sociedad admira y condena. La narración de esta vida, para Ferrer, será un modo de pensar una biografía, una obra literaria y la historia nacional. Ferrer narra esta vida, releyendo a contrapelo algunos hechos de visibilidad pública: “fue noticia de diario intermitente a lo largo de su vida”. Es claro que Ferrer no intenta condenar ni rescatar la figura de Barón Biza. Su interés, vamos viendo con el sucederse de las páginas, reside en lo público, en la sociedad de la que formó parte Barón Biza, y en el modo de insertarse Barón Biza en ella.
En librerías de viejo, decíamos al principio, Ferrer accede al mito Barón Biza, al rumor noctivago. Pero más allá de algún pasaje en una disgresión, el libro no es un homenaje a librerías. Sí es un homenaje a Jorge Barón. El primer capítulo del libro es el relato de la vida, no de Barón Biza, sino de su hijo, Jorge Barón, el autor de la novela El desierto y su semilla. Ese capítulo relata cómo Ferrer y Jorge Barón se conocen, y cómo éste le brinda, le dona, un cuantioso archivo sobre su padre. Acaso fuera un pedido de que se escribiera este libro: “Todo me lo envió por correo a Buenos Aires. Había confiado en mí. Pero también era evidente que esperaba que yo escribiera sobre Barón Biza”.
Ferrer escribe el libro para cumplir con lo que Jorge Barón esperaba. “Era un caballero”, dice Ferrer. Y el libro tiene el tono de la fraternidad sentida. Ferrer reconoce a Jorge Barón como destinatario privilegiado de su libro, al que considera “un informe confidendial”. Si Jorge Barón funciona como interlocutor privilegiado que sostiene el susurro del libro, su novela opera en el libro de Ferrer como un prisma que carga de grumosa textura las cosas evitando recaer en el intento explicativo lineal que olvide la múltiple y compleja forma de lo real.
El 9 de septiembre del 2001, Jorge Barón, el hijo de Raúl Barón Biza, se suicidó, también él. Dos años antes había dicho: “Mi padre, un ser desconcertante al que quiero; mi madre, un ser maravilloso al que adoro”. La dignidad de las palabras de Jorge Barón resuenan en el carácter de homenaje a él que el libro de Ferrer, a su modo, es.

Narrar las apariciones públicas de Barón Biza, del aristócrata excéntrico, del rabioso, arbitrario y megalómano inmoralista, puede tentar a la pluma al ejercicio fácil de festejar las anécdotas hiperbólicas y estridentes. Pero el recuerdo de Jorge Barón atraviesa todo el libro recortándose como fondo ético, dándole una sensible carnadura a las historias que narra Ferrer. No se reivindica ni se condena. Barón Biza es en el libro de Ferrer tanto el atractivo personaje que pone en ropa de pordioseros a la aristocracia argentina, como el personaje siniestro que una noche fría desfigura la cara de Clotilde Sabattini, su ex mujer, la madre de Jorge Barón.

5 - la historia narrada: tragedia y ceremonia

Escribir no es otra cosa que ensayar un modo de narrar la historia. Cualquier intento, desde la prosa intimista hasta los versos panfletarios, cualquier palabra que reordene esta lengua que nos entrelaza diariamente no es acaso otra cosa que un intento, un ensayo, un modo de participar en el relato de la historia de la sociedad de la que participamos. Escribir es eso, y es, además, muchas otras cosas. El libro de Ferrer, así, además de otras cosas que también es, es un relato de la historia nacional. Y al serlo lo es, como todo relato, en discusión con otros. En dramática tensión con otros. Y este libro no sólo no oculta ser esto, sino que lo exhibe, como ars poetica, y como ars politica: “(había) un programa de televisión que exhibía fragmentariamente distintos acontecimientos del siglo. Se llamaba ´Siglo XX Cambalache´ y su conductora, Teté Coustarot, una ex Reina de la Manzana, se dedicaba a restarle dramaticidad a la historia argentina con palabras ceremoniales y pomposas”. La mirada de Ferrer es clara. La historia argentina es principalmente drama. Ferrer se aboca en su libro a narrarla así, confrontando en ese impulso con el relato pomposo y ceremonial que oblitera el barro conflictivo de la historia.
En este sentido, se torna relevante el compromiso con la escritura que se lee en cada modulación, en la sintaxis nunca repetitiva, en el léxico original y frondoso, y en el trabajo que hay tras cada adjetivo que la prosa de Ferrer nos ofrece. Se torna relevante el compromiso que se lee en la puntuación que alterna la fluidez con giros de filiación neobarrosa: “la mácula se le había adherido como una rémora”. El compromiso que se lee en la intermitente crispación sustantivada que recuerda a los mejores momentos de David Viñas: frases sentenciosas e iluminadoras, incrustadas en medio de un párrafo como “Señoritismo austral y modelitos Chanel” no pueden ser sino un homenaje al escritor y crítico bajo cuya ala se han formado no pocos intelectuales de la generación de Ferrer. Compromiso con la escritura, entonces: como también se lee en el sutil y productivo trabajo con los intertextos literarios que devienen herramientas para el pensamiento, como se puede leer en el parágrafo del libro de Ferrer que comienza “En cada época hay caminos obligados para llegar a ser autor consagrado pero las derivas que asume la ´autoría negra´ son variadas y todas ellas personales”, donde es imposible no leer, bajo una mediación borgeana, una prosa que se alimenta de la estructura del famoso principio de Anna Karenina: “Las familias felices son todas iguales; las familias infelices lo son cada una a su manera”. En Ferrer, el uso de la tradición literaria no es un relleno o un modo de volver pomposa la prosa. No. Lo interesante del trabajo se da al encontrar en un excelente comienzo de novela un modo de entender al mundo.

Es interesante, también, un modo del pensamiento de Ferrer que hace oscilar su relato entre la sucesión de los hechos del pasado y el traer a colación vestigios, ruinas, restos que son modos en que el pasado insiste en ser parte del presente. Así, vuelve a ser significativo que el primer lugar donde se asiente la investigación sean las librerías de viejo: “Primero lo busqué en librerías de viejo, el único lugar del mundo donde todavía puede ser hallada su obra. El continente sumergido de las librerías de viejo está abarrotado de la resaca de otras épocas. Todo conduce hacia sus orillas, por mareas o en cuentagotas. Parecen antros, pero son palacios desvencijados, catacumbas donde se marchitan estilos y autores encallados hace ya mucho tiempo”. Pero no sólo las librerías de viejo conservan huellas de la historia. Así, por ejemplo, tras presentar en una breve semblanza a Carola Lorenzini, quien en 1940 se convertiría en la primera mujer que une las catorce provincias argentinas en un vuelo, Ferrer comenta, en oración aparte, intercalada en medio del párrafo memorioso: “Hoy sólo la recuerda una calle de Buenos Aires y una estampilla”. El gesto se repite de modo programático. Al narrar las rebeliones frustradas de radicales yrigoyenistas de principios de la década de 1930, insiste: “El único rastro físico de la sublevación de fines de 1933 quedó en una estancia privada de Bonpland: un monolito que recuerda el nombre de doce de los caídos”. Una calle, una estampilla y un monolito: son formas en que el presente exhibe su sedimiento histórico para quien lo mira con ojos que reniegan de las inflexiones pomposas y ceremoniales. Ferrer recorre, perseverante, estos modos del relato de la historia (las estampillas, las monedas, las ruinas). Su práctica es una elección: pensar el presente a contrapelo para reescribirlo en la clave del lenguaje que hace políticamente potente la narración de la historia nacional: el lenguaje de una historia dramática, sostenida en la tragedia que subyacen siempre detrás de las caras pulcras del contractualismo constitucional.
Si la historia argentina es dramática, también lo es narrarla. La historia de la narración de la historia nacional –que es parte, a su vez, de la propia historia nacional- es dramática y cruje en grietas intermitentes. Grietas que forman la historia de la resistencia, por un lado, y grietas que agujerean como capítulos ausentes el relato oficial. La narración que hace Ferrer de la vida de Barón Biza es un prisma que reordena ese relato, agrietándolo y eligiendo recorrer los momentos en que Barón Biza participa de períodos elididos, no narrados o tapizados en el relato hegemónico. Así, por ejemplo, leemos que “Hubo un tiempo en que la Unión Cívica Radical era algo más que un partido político, era una causa nacional y popular. Ya es tema de paleontólogos. Pero cuando sucedió el golpe de Estado del general Uriburu, en 1930, fueron ellos los que se lanzaron a la calle en defensa de la causa y de Hipólito Yrigoyen. En ese tiempo había muchos hombres dispuestos a morir matando en su nombre. Fracasaron, y casi nadie quiso conmemorar su gesta. Barón Biza estuvo entreverado en esas patriadas que conforman un capítulo perdido del libro de la historia de la nación, las sublevaciones yrigoyenistas”.
Este tipo de rememoración de gestas sociales olvidadas, tanto por la historiografía hegemónica como por la memoria colectiva que se organiza en el presente, es de particular interés para el escandido del texto de Ferrer. Las reconstrucciones y los señalamientos al olvido se multiplican: “al Moscú de la Rusia Comunista viajarían Orestes Ghioldi y Vittorio Codovilla, nombres de dirigentes comunistas de la época heroica del partido que a nadie interesan ya” o “existió una resistencia recalcitrante y arriesgada contra los gobiernos de los generales Uriburu y Justo que ha sido despreciada u olvidada. Muy pocos se han detenido en estos acontecimientos turbulentos que se llevaron un centenar de vidas”.

6 – paratexto y escandido: los dijes enhebrados del relato

Sobre el final del libro nos encontramos con una última parte, de carácter paratextual. Ferrer allí no se abandona al rigor del género y las formas, sino que se embarca en la intervención crítica sobre el uso y señalamiento de la bibliografía, sobre la forma de organizar un índice temático y uno onomástico. El modo del paratexto en Ferrer conlleva una política del pensar: se percibe en el afecto y los reconocimientos; se percibe en la práctica de una bibliografía relatada más como consejo para quien lo pida que como ostentación de erudición vacua; y se percibe en la lógica de epítetos que se encuentra en el índice onomástico. Si Borges había intentado narrar con dos o tres escenas la vida infame de algún hombre, Ferrer en pocas palabras intenta resumir la de todos los personajes que nombra en su libro. Así, abarca un espectro de opciones que van desde un simple “Getulio Vargas, presidente del Brasil” a la exaltación política del tipo “Osvaldo Bayer, historiador libertario” y a la crítica política en “Leopoldo Lugones (hijo), hijo de Leopoldo Lugones, torturador y suicida”, pasando por el insulto furibundo a “Samuel ´Chiche` Gelblung, periodista mefistofélico”, la displicencia frente “Menem, nemen”, y llegando al juego simpático en “Otto Bemberg, cervecero y rico” y a la estocada humorística a “Teté Coustarot, reina de la Manzana”.

Poco antes, justo previo a los índices y bibliografías, no faltan, claro, “reconocimientos” a quienes colaboraron con el trabajo de hacer el libro. En uno de ellos, Ferrer escribe: “recuerdo que Micaela Krolovetzky me sugirió el arte de montar y desmontar los capítulos”. La mención no es menor. El libro de Ferrer se divide en once capítulos de significativos títulos (empiezan “El hijo”, “El padre”, pasan a “El potentado” y “El revolucionario” para llegar a “El pornógrafo”, “El intransigente”), y cada uno de estos capítulos se subdividen en breves parágrafos cuyo entrecortado y montaje le dan al libro su cadencia. Los parágrafos pueden ser desde un párrafo hasta dos carillas y alternan tres series diferentes que se van intercalando: la reposición y análisis de los libros de Barón Biza; el relato de la vida y circulación pública de Barón Biza; y la recuperación, en tono de disgresión, en muchos casos, de fragmentos de la historia argentina, de la filosofía europea o de la tradición libertaria que han “quedado en el olvido”.
El entretejido de fragmentos intermitentes, breves, que se cierran sobre sí como pequeñas gemas narrativas, construye los capítulos. Y es la alternancia del relato de las tres series (la vida de Barón Biza, el racconto de fragmentos de historia y de filosofía, la reposición crítica de los libros de Barón Biza) la que carga a las tres series de una trenzada densidad y construye la experiencia de lectura: la historia, la literatura y la vida son dijes que se enhebran en el relato de Ferrer, juntándose en una constelación narrativa, cargándose de sentidos unos a otro en su escandido acompasado.
Dicen que un buen director de cine debe ser también un gran artista del montaje. En el compás del entrecruce logrado a fuerza del trabajo fino del montaje de fragmentos de los capítulos, el libro de Ferrer encuentra su potencia narrativa, su elocuencia historiográfica y su belleza, ética, política y poética.

Notas
[1] Los registros no canónicos son la cantera de la que Ferrer gusta sacar materiales para su libro. Y en la acaso falsa dicotomía registro oral –registro escrito, la elección de la búsqueda es clara. En ese sentido, no sorprende encontrar sobre el final del libro dos letras de tangos dedicados a Barón Biza, cuya existencia Ferrer explica: “Una vida hecha del barro con que se amasan las leyendas dificilmente quedara sin registro sonoro” (201)
[2] No casualmente, Ferrer recuerda su acceso a un libro de Barón Biza: “Alguien me había dado aviso de que El derecho de matar estaba expuesto en la vidriera de una librería, en una esquina. Viajé hasta el partido de San Isidro para dar con el lugar vagamente inverosímil”. Como de un hombre, decir que un lugar es inversosímil es, sino un oxímoron, al menos una paradoja. Como Borges, en estas paradojas de la adjetivación se puede hurgar para narrar.
[i] Publicado originalmente en la revista tevoyaatornillar.com.ar, número 1, enero 2009

2 comentarios:

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  2. Excelente el trabajo de Hernaiz.Ferrer es un crítico brillante,polémico, genera adhesiones y antipatías. El trabajo es minucioso, certero y asume los riesgos de la diatriba.

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