(*) Por Nancy Fernández
La literatura argentina empieza con Rosas. Esa es una inconfundible frase de David Viñas, apodíctica y sentenciosa en el contenido, provocadora en el tono que inscribe un ideologema polémico. En primer lugar, citar como agente cultural una figura política y segundo, elegir el retrato de quien fue terrateniente paternalista y restaurador de leyes pensadas como protectoras del orden nacional. Nación en la perspectiva de un proyecto de país que se dirimía entre el Federalismo rosista y los desertores de primer orden que pronto armaron su cofradía en nombre de un liberalismo ilustrado y un romanticismo leído en los mejores poetas europeos: Chateaubriand, Hugo y Lamartine, Lord Byron y más atrás, de Shakespeare. Me estoy refiriendo a Juan Bautista Alberdi pero sobre todo a Esteban Echeverría, ambos colaboradores del periódico La Moda, creado por Juan Manuel de Rosas y cerrado al año siguiente, en 1838. Si en los comienzos federales reinó cierto clima de conformidad y expectativas, fue porque Rosas supo reunir los intereses de los estancieros, decepcionados del régimen rivadaviano y de la ineficacia de Lavalle, más los jóvenes que luego de leer y debatir en la librería de Marcos Sastre, pasaron a ser los proscriptos, los intelectuales de la Generación del 37. Sin embargo, en ese viaje europeo que resultó un acto colectivo para la adquisición de saber y prestigio, Echeverría intentó crear una lengua propia que constituyera la base de una identidad cultural. Esto es notable en el romanticismo que presta atención al carácter popular de la nacionalidad y por eso desplaza la lírica elitista de los neoclásicos (La lira argentina); pero particularmente en Echeverría, la inclusión de elementos fuera de la estética vigente, tiene que ver con un nuevo estilo. Pensemos incluso en Sarmiento que pretendió derogar la ortografía hispánica sustituyéndola por una vernácula. Si la literatura argentina empieza con Rosas, es porque la potencialidad de su figura generó fuerzas en conflicto, poniendo en evidencia la marca auténtica de la cultura nacional, allí donde se define la necesidad de una lengua que colme el desértico vacío institucional.
Con una idea de tradición sesgada, de desvío paradojal, Ezequiel Martinez Estrada pensó que los factores representativos de la literatura argentina eran los gauchescos y los viajeros ingleses (estos por su carácter desprejuiciado al describir el territorio americano). Asimismo, pensó en Rosas y Perón emblemas identitarios de una subjetividad colectiva. No como continuidad lineal, sí no como constelaciones seriales donde se define, entre variables contextuales y repeticiones discontinuas, el imaginario argentino de una comunidad.
Estas fueron algunas de las cuestiones, algunos de los problemas (teóricos, culturales, históricos) que mencioné para discutir sobre los rótulos que nunca dejan de aparecer, en este caso, “literatura peronista”. Así intercambiamos puntos de vista con Omar Genovese en su blog El fantasma, a propósito de uno de los posts más vistos entre noviembre y diciembre de 2009, “Incardona dixit”. Si yo prefería hablar de literatura y peronismo, fue porque en ese sintagma o en esa conjunción sustantiva, hay algo que nos habla de un sistema de representación que evita los modelos parejos pero que con una frecuencia sostenida en su fragmentariedad, manifiesta un sistema de signos y mitologías culturales que nos identifica. Así, en 1996, escribí un ensayo en un libro colectivo que editó Beatriz Viterbo, (en el que colaboraba Edgardo H. Berg). Al capítulo lo titulé “Fiesta y cuerpo: algunas reescrituras de Civilización y Barbarie” y el cuerpo de los autores y textos que tomé lo armé con “El Matadero” de Esteban Echeverría, “La refalosa” de Hilario Ascasubi, “La fiesta del Monstruo”, de Bustos Domecq y “El niño proletario” de Osvaldo Lamborghini. Ahí no había comparación de textos, ahí trataba de establecer un diálogo replicante entre objetos que hablaban de una significación comunitaria, un lenguaje hecho de restos de violencia, de formas estéticas ligadas a la sangre, de procedencias y remisiones que marca la repetición y el desplazamiento no de esencias, sino de materialidades verbales y gestuales que signan un marco de pertenencia histórica y social. Por eso, y salvando las elecciones y procedimientos de escritura, Juan Diego Incardona permite pensar en literatura y peronismo, aunque, a mi modo de ver, calificar su narrativa de literatura peronista, sea riesgoso y reductivo. Villa Celina, El campito, libros que se fueron construyendo por fragmentos y en sintonía con las tecnologías contemporáneas de la cibernética (porque Incardona publicaba fragmentos en la revista virtual El interpretador, como ahora lo hace con su próxima novela, La lluvia de ácido sulfúrico, dejándonos leer pequeños tramos en su blog diasquesempujanendesorden). Realismo y ciencia ficción, más la dosis justa del humor que resalta la singularidad de sus relatos, únicos en el manejo de esos dos registros. Y allí donde la potencia narrativa se afirma para contarnos historias del Conurbano, la acción se hace visible en los dibujos de Santoro y de Gisone; así, las descripciones microscópicas se ilustran con el trazo de la aventura, en caminatas sin rumbo fijo (Carlitos el ciruja y su gato montés) por barrios secretos donde se guarda la memoria de la violencia. La escritura de Incardona se define por elaborar el realismo (hay referencias verídicas de tiempo, lugar y nombres) con la dosis de imaginación que sabe distorsionar productivamente la supuesta fidelidad a los hechos. Entonces, la imaginación es prolífica en batallas heroicas donde triunfan los habitantes mutados en resistencia pura (“La batalla del mercado central”). La escritura de Incardona se juega en ese equilibrio de invención y realidad cuyo soporte es una masa de lecturas que constituye el proceso de su formación. Como todo auténtico escritor, Incardona sabe que es un lector coherente en la línea de sus afinidades electivas; y un lector de Incardona debe reconocer las huellas y marcas de los libros que son sus modelos (Arlt, Marechal, Oesterheld, Twain, Verne), donde la figura del narrador y su impaciente interlocutor es la base de una tradición occidental. Esas son las mil y una noches donde al calor del barrio Juan Diego, el Moncho, Leticia, los vecinos y el barrio entero, aguarda la llegada de Carlitos. Ese es el sentido de las mil y una noches del conurbano, y no la confusión de literatura con documentales bizarros de América TV. Lección para un lector anónimo, “incontinente” y confundido que dejó su comentario en el blog de Omar Genovese.
Con una idea de tradición sesgada, de desvío paradojal, Ezequiel Martinez Estrada pensó que los factores representativos de la literatura argentina eran los gauchescos y los viajeros ingleses (estos por su carácter desprejuiciado al describir el territorio americano). Asimismo, pensó en Rosas y Perón emblemas identitarios de una subjetividad colectiva. No como continuidad lineal, sí no como constelaciones seriales donde se define, entre variables contextuales y repeticiones discontinuas, el imaginario argentino de una comunidad.
Estas fueron algunas de las cuestiones, algunos de los problemas (teóricos, culturales, históricos) que mencioné para discutir sobre los rótulos que nunca dejan de aparecer, en este caso, “literatura peronista”. Así intercambiamos puntos de vista con Omar Genovese en su blog El fantasma, a propósito de uno de los posts más vistos entre noviembre y diciembre de 2009, “Incardona dixit”. Si yo prefería hablar de literatura y peronismo, fue porque en ese sintagma o en esa conjunción sustantiva, hay algo que nos habla de un sistema de representación que evita los modelos parejos pero que con una frecuencia sostenida en su fragmentariedad, manifiesta un sistema de signos y mitologías culturales que nos identifica. Así, en 1996, escribí un ensayo en un libro colectivo que editó Beatriz Viterbo, (en el que colaboraba Edgardo H. Berg). Al capítulo lo titulé “Fiesta y cuerpo: algunas reescrituras de Civilización y Barbarie” y el cuerpo de los autores y textos que tomé lo armé con “El Matadero” de Esteban Echeverría, “La refalosa” de Hilario Ascasubi, “La fiesta del Monstruo”, de Bustos Domecq y “El niño proletario” de Osvaldo Lamborghini. Ahí no había comparación de textos, ahí trataba de establecer un diálogo replicante entre objetos que hablaban de una significación comunitaria, un lenguaje hecho de restos de violencia, de formas estéticas ligadas a la sangre, de procedencias y remisiones que marca la repetición y el desplazamiento no de esencias, sino de materialidades verbales y gestuales que signan un marco de pertenencia histórica y social. Por eso, y salvando las elecciones y procedimientos de escritura, Juan Diego Incardona permite pensar en literatura y peronismo, aunque, a mi modo de ver, calificar su narrativa de literatura peronista, sea riesgoso y reductivo. Villa Celina, El campito, libros que se fueron construyendo por fragmentos y en sintonía con las tecnologías contemporáneas de la cibernética (porque Incardona publicaba fragmentos en la revista virtual El interpretador, como ahora lo hace con su próxima novela, La lluvia de ácido sulfúrico, dejándonos leer pequeños tramos en su blog diasquesempujanendesorden). Realismo y ciencia ficción, más la dosis justa del humor que resalta la singularidad de sus relatos, únicos en el manejo de esos dos registros. Y allí donde la potencia narrativa se afirma para contarnos historias del Conurbano, la acción se hace visible en los dibujos de Santoro y de Gisone; así, las descripciones microscópicas se ilustran con el trazo de la aventura, en caminatas sin rumbo fijo (Carlitos el ciruja y su gato montés) por barrios secretos donde se guarda la memoria de la violencia. La escritura de Incardona se define por elaborar el realismo (hay referencias verídicas de tiempo, lugar y nombres) con la dosis de imaginación que sabe distorsionar productivamente la supuesta fidelidad a los hechos. Entonces, la imaginación es prolífica en batallas heroicas donde triunfan los habitantes mutados en resistencia pura (“La batalla del mercado central”). La escritura de Incardona se juega en ese equilibrio de invención y realidad cuyo soporte es una masa de lecturas que constituye el proceso de su formación. Como todo auténtico escritor, Incardona sabe que es un lector coherente en la línea de sus afinidades electivas; y un lector de Incardona debe reconocer las huellas y marcas de los libros que son sus modelos (Arlt, Marechal, Oesterheld, Twain, Verne), donde la figura del narrador y su impaciente interlocutor es la base de una tradición occidental. Esas son las mil y una noches donde al calor del barrio Juan Diego, el Moncho, Leticia, los vecinos y el barrio entero, aguarda la llegada de Carlitos. Ese es el sentido de las mil y una noches del conurbano, y no la confusión de literatura con documentales bizarros de América TV. Lección para un lector anónimo, “incontinente” y confundido que dejó su comentario en el blog de Omar Genovese.
muy bueno
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