Una maldita ciudad de provincia
(*) Por Fabián Soberón
(Publicado originalmente en La Capital de Rosario, 29-11-09)
Uno de los méritos de Aire tan dulce (cuya primera edición es de 1966 y ahora reeditada en el 2009 por el sello Bajo la luna) es crear un mundo a partir del desorden. Con una trama más azarosa que lineal, la novela genera un orden de apreciación de la provincia. Desde la mirada caótica de los sentimientos explora la presencia cotidiana del mal. Aire tan dulce se articula desde las voces en primera persona de tres personajes centrales: Mimaya, Atalita Pons y Félix Gauna. Como en un caleidoscopio, las voces diversas y dislocadas configuran un universo mental y físico. Se trata de un espacio reducido en el que circulan los miedos y la osadía de Atalita, la rebeldía y la venganza de Félix Gauna y la ironía melancólica de Mimaya. Con sus voces alucinantes, los personajes crean un rompecabezas en el que se dibuja, lento y en zigzag, la hipocresía del mundo.
La prosa de Aire tan dulce encandila, encanta. No sólo suena el ritmo frenético del jazz entre las palabras sino que, además, la poesía es una presencia continua. La perturbación de la vida amorosa y filial se traslada al lenguaje. Frases cortas, largas, puntuación atrevida, rupturas repetidas, oralidad manifiesta. La novela es una fiesta del lenguaje: la síncopa sella las palabras como un mar.
Tres voces, entonces: Mimaya, Atalita Pons y Félix Gauna. Mimaya, anciana melancólica y altanera, piensa la dolorosa relación con sus hijas y siente la inminencia de la muerte como un lenitivo posible. Habla de sí misma con indulgencia y remite el dolor por la muerte de Oriental. Mimaya adora a Atalita. Pero cree que ella no la quiere. ¿A quién quiere Atalita? Como un fantasma ciego, la sombra del dolor la acosa.
Atalita es la nieta maldita de Mimaya: el monstruo de la familia, la que carga con la fama de animal ruin. Rebelde, ama a varios hombres y a ninguno, camina por las calles oscuras de una ciudad asediada por el calor y la maledicencia.
Félix Gauna vive en la desazón. Enfrenta al profesor de Historia y por ese acto de arrojo lo expulsan del colegio. Un amigo le dice que Elva Gauna, su hermana, se dedica a la prostitución. Y él se encrespa y quiere pegarle. La violencia es una de las claves de la novela. Después de abandonar el colegio, Félix se ve obligado a trabajar en el ingenio. La tierra mojada, la desidia, el oprobio del calor, las chicas fáciles de la pensión pueblan la geografía del ingenio. Gauna se resiste a la desidia pero pierde. En uno de los momentos cruciales, desea convertirse en el peor de los hombres. Y hace una lista para vengarse. El blanco principal de su rencor es Atalita. Con ese plan aspira a convertirse en un gran asesino.
La novela crea un mapa huidizo y certero de la violencia y del amor, ese bicho espantoso. En una ciudad de provincia, los seres deambulan motivados por la urdimbre pegajosa de las pasiones. Los personajes están atravesados por el odio y no lo esconden. El odio es el silencioso motor de sus vidas opacas y anodinas. Con una música furiosa en la prosa, la novela plasma, en los meandros ramplones de una vida común, el estertor del mal en la provincia.
La ciudad aparece, sesgada, como un sombra inevitable: "La ciudad mezquina, ordinaria, ruin"; "maldita la ciudad de casas chatas y repetidas... aquí nadie habla del alma como no sea en torno del catecismo". La ciudad no es mero escenario: ella misma, contaminada por el abuso de la fe católica, adquiere una de las formas del mal. Atestada por "la luz piojosa de las calles", la ciudad es un velo, un jardín de flores rojas y sangrientas que esgrime la amarga vida y que contiene "los decorados para esconder lo terrible".
Aire tan dulce es una novela original: plasma la geometría sentimental atravesada por el aire dulce de los naranjos y el olor húmedo de la tierra. El mundo extraño de la ciudad provincial se enciende con el voltaje poético de una prosa sincopada, oral y minuciosa.
La prosa de Aire tan dulce encandila, encanta. No sólo suena el ritmo frenético del jazz entre las palabras sino que, además, la poesía es una presencia continua. La perturbación de la vida amorosa y filial se traslada al lenguaje. Frases cortas, largas, puntuación atrevida, rupturas repetidas, oralidad manifiesta. La novela es una fiesta del lenguaje: la síncopa sella las palabras como un mar.
Tres voces, entonces: Mimaya, Atalita Pons y Félix Gauna. Mimaya, anciana melancólica y altanera, piensa la dolorosa relación con sus hijas y siente la inminencia de la muerte como un lenitivo posible. Habla de sí misma con indulgencia y remite el dolor por la muerte de Oriental. Mimaya adora a Atalita. Pero cree que ella no la quiere. ¿A quién quiere Atalita? Como un fantasma ciego, la sombra del dolor la acosa.
Atalita es la nieta maldita de Mimaya: el monstruo de la familia, la que carga con la fama de animal ruin. Rebelde, ama a varios hombres y a ninguno, camina por las calles oscuras de una ciudad asediada por el calor y la maledicencia.
Félix Gauna vive en la desazón. Enfrenta al profesor de Historia y por ese acto de arrojo lo expulsan del colegio. Un amigo le dice que Elva Gauna, su hermana, se dedica a la prostitución. Y él se encrespa y quiere pegarle. La violencia es una de las claves de la novela. Después de abandonar el colegio, Félix se ve obligado a trabajar en el ingenio. La tierra mojada, la desidia, el oprobio del calor, las chicas fáciles de la pensión pueblan la geografía del ingenio. Gauna se resiste a la desidia pero pierde. En uno de los momentos cruciales, desea convertirse en el peor de los hombres. Y hace una lista para vengarse. El blanco principal de su rencor es Atalita. Con ese plan aspira a convertirse en un gran asesino.
La novela crea un mapa huidizo y certero de la violencia y del amor, ese bicho espantoso. En una ciudad de provincia, los seres deambulan motivados por la urdimbre pegajosa de las pasiones. Los personajes están atravesados por el odio y no lo esconden. El odio es el silencioso motor de sus vidas opacas y anodinas. Con una música furiosa en la prosa, la novela plasma, en los meandros ramplones de una vida común, el estertor del mal en la provincia.
La ciudad aparece, sesgada, como un sombra inevitable: "La ciudad mezquina, ordinaria, ruin"; "maldita la ciudad de casas chatas y repetidas... aquí nadie habla del alma como no sea en torno del catecismo". La ciudad no es mero escenario: ella misma, contaminada por el abuso de la fe católica, adquiere una de las formas del mal. Atestada por "la luz piojosa de las calles", la ciudad es un velo, un jardín de flores rojas y sangrientas que esgrime la amarga vida y que contiene "los decorados para esconder lo terrible".
Aire tan dulce es una novela original: plasma la geometría sentimental atravesada por el aire dulce de los naranjos y el olor húmedo de la tierra. El mundo extraño de la ciudad provincial se enciende con el voltaje poético de una prosa sincopada, oral y minuciosa.
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