La vida es una novela
La
intrigante forma de un diario personal y privado de un escritor, siempre
anunciado y postergado, basta para colmar las más desmesuradas sospechas y
mitologías sobre los procesos de producción literaria. En diversas entrevistas,
en relatos o en fragmentos de sus novelas, Ricardo Piglia ha sabido construir,
durante todos estos años, una inquietante superstición genealógica que, bajo la
forma de una utopía invertida, lo tiene al autor como único protagonista. Cuando
Piglia tiene deiciséis años, sus padres deciden dejar el barrio de Adrogué,
donde transcurre su infancia, para mudarse a Mar del Plata. Ese relato de viaje
fija el acta de nacimiento de la escritura y determina cronológicamente el
relato de los comienzos. Texto secreto y umbral último
de sus textos, porque es a partir de ahí donde se constituye toda la obra de
Piglia, armada sobre la base de promesas futuras y relatos en espera.
¿Cómo
inscribir la letra propia en la vorágine de palabras y recuerdos ajenos? ¿Cómo
computar las huellas que la experiencia ha dejado en nuestra vida? ¿Cómo contar
las escenas no dichas de nuestra historia personal? Al igual que el “Diario” de
Franz Kafka o el de Cesare Pavese, cercano a los cuadernos personales de
Macedonio Fernández, Los diarios de
Emilio Renzi. Años de formación (Buenos Aires: Anagrama, septiembre de
2015) tejen una madeja enmarañada entre el registro crónico de las
experiencias, el apunte literario y el ensayo especulativo. Y, como texto híbrido, contiene historias de vida y anécdotas de gente con
quien el autor ha dialogado, reflexiones, esbozos de novelas, citas leídas o
robadas y máximas literarias.
A partir de la inscripción del nombre propio de
Emilio Renzi, Piglia, construye un espacio incierto, entre la verdad, la
autenticidad y la ficción del registro autobiográfico. La aparición de ese
verdadero alter ego del autor reduplica y bifurca la historia privada en por lo
menos dos: lo que se cuenta tiene ya la forma de una ficción. Contar una vida
como si se fuera un otro (un histrión o un clown que se mira en la escena de la
escritura); apropiarse de una identidad literaria (Emilio Renzi) fingiendo que
se miente para contar una historia de aprendizaje (en su forma clásica de la bildungsroman).
O ante la seducción del falso parecido, narrar la propia vida como si fuera una
novela. Una manera, si se quiere, de entregarse a la literatura para conjurar y
delimitar el sentido de una experiencia.
Por
momentos, en las incrustaciones temporales de los manuscritos y al modo de un
prestidigitador de sueños, Renzi señala las futuras líneas de montaje (la
historia de un tío relojero del barrio La Perla de Mar del Plata anuncia un
relato porvenir y el asalto a un camión trasportador de caudales prepara los perfiles
de los personajes de una novela en preparación; el enigma del fotógrafo de
Flores que guarda una versión microscópica de una ciudad preanuncia un ensayo
sobre la lectura, o el encuentro en Ambos
Mundos con Steve Ratliff prefigura una autobiografía falsa; al mismo tiempo
que el último discurso de Ezequiel Martinez Estrada, pronunciado en la
Universidad de Bahía Blanca, ensambla, por obra de una extraña combustión
alquímica, la piel agrietada y lacerada del último intelectual argentino con el
destino del país); y nos hace leer al Diario
siempre a destiempo: son historias pasadas-presentes que van y vienen y se
despliegan como relatos en progreso.
Las
secuencias espaciales, las mudanzas en el medio de la noche, las migraciones
urbanas (de Adrogué a Mar del Plata, de La Plata a Buenos Aires) y los
desplazamientos citadinos por bares, bibliotecas, librerías o cines, combinan
la ensoñación de los filmes vistos junto a la pasión por la lectura, entre
enredos amorosos y decisiones políticas. Mientras que los relatos maternos y
las intrigas familiares, los ecos polémicos del sartrismo y las enseñanzas de
la literatura norteamericana (William Faulkner, Scott Fitzgerald y Ernest
Hemingway), los padrinazgos literarios (Beatriz Guido o Haroldo Conti) junto a las
amistades y afinidades electivas (Miguel Briante, Juan José Saer o Dipi Di
Paola), bajo el cobijo borgeano y el encuentro arltiano, preparan, al modo de
un relato de iniciación literaria, la figura de alguien que antes de ser autor
quiere forjarse como escritor.
Un
plato de fideos al pesto en Pippo, después
de una larga jornada itinerante entre funciones de cine, un racimo de uvas o un par mates en la soledad fría de la noche,
ante una decepción amorosa o un cobro diferido. Para quien siempre ha vivido
entre pasiones y ha sabido embriagarse, las carencias son sólo líneas en el
camino de una historia y un destino prefijado de antemano. Escribir en
pensiones, piezas de hotel o en departamentos prestados es amalgamar en el
transcurso del tiempo, entre frases ajenas y elucubraciones personales, una música
futura que se anuncia intermitente en los sonidos agudos de las teclas y en los
ritmos acompasados
de un viejo carro de una Olivetti.
En
abril de 1963 y cuando solo tiene veintidós años, Piglia publica en El escarabajo de oro, la revista que por
esos años dirigía Abelardo Castillo, una breve nota sobre Il mestiere di vivere de Cesare Pavese. Y, como quien consume sus días
y su obra en la búsqueda infructuosa de una mujer a la que no se puede olvidar,
veía, en su infranqueable soledad, la cifra de quien vive y asume una lealtad
con respecto a sus propias convicciones y pensamientos. Una ética de las
acciones, podríamos decir, como Marcelo Maggi, Macedonio, Luca Belladona o
Thomas Munk.
A
veces, los recuerdos suelen tener la
forma de historias gemelas o mellizas; y se tiñen, como decía Georg Simmel, del
color del sueño. O para decirlo de otro modo: Los diarios de Emilio Renzi o el comienzo de una ilusión.
Edgardo H. Berg
(publicado en el Suplemento Literario de Telam, Octubre de 2015)
(publicado en el Suplemento Literario de Telam, Octubre de 2015)
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