Sobre El país de la guerra, de Martín Kohan (Buenos Aires:
Eterna Cadencia, 2014, pags.319).
Nancy Fernández
(CONICET- Unmdp)
Desde una lectura genuinamente
total y fragmentaria, Kohan da cuenta de los ripios, entre saltos y continuos, de
aquello que compone la singularidad de literatura y cultura argentina, la
matriz política de su constitución que pone a la violencia en el centro de los
debates, y a la guerra, como objeto de reflexión y operación de recorte. Pero
también pone énfasis en la condición inexorable entre escritura y política,
allí donde los géneros (las Memorias, la historiografía, la gauchesca) marcan
los virajes de las coyunturas. De este modo, a lo largo de los sentidos que
asume el término “guerra”, escenas históricas, textos y autores, manifiestan
los usos que derivan en las variaciones dirimidas entre la acepción
internacional y nacional. Con un marco teórico, crítico y literario, deja ver
el proceso que da forma a un pensamiento analítico (Carl Schmidt, Carl Von
Clausewitz, Mao Tse Tung, Sun Tzu, Badiou, Ranciere, Maquiavelo, Michel Serres,
Deleuze y Guattari, George Bataille, Susan Sontag, Adriana Rodriguez Pérsico,
Borges, Alberto Laiseca –con La hija de Kheops-, Damian Tabarovski, Dardo
Scavino etc.); así, las citas intercaladas al comienzo de cada capítulo se
proponen como inscripciones sintéticas, como epígrafes seriales que puntúan la
constelación metonímica de remisiones y reenvíos entre términos que oscilan
entre lo argentino, lo criollo y lo nacional. Libro que supone un armado
teórico-crítico, El país de la guerra
empieza construyendo figuraciones para destilar mitologías: el primer gesto
será el de las miradas al cielo: la de Febo y la del Aguila. Elevación y
alumbramiento; lo que no excluye las crisis y el parto, el nacimiento de la
gloria que siempre tiene su precio; nacimiento y nación que asoma hacia y como
el sol, para consolidarse en el modelo del moderno estado oligárquico y liberal
de la década del 80´del siglo XIX. En esas líneas se van a definir las
ecuaciones de costos y beneficios, los actos sacrificiales para que los
próceres devengan rostros inmóviles (incuestionables) en el panteón onomástico.
El proyecto de nación tiene sus cimientos en la concepción de patria, cuyo
comienzo narra la historia de guerra. Entonces, la gesta cívica empieza con una
elite letrada ocupada en concebir la nación,
imaginarla y escribirla. Y es en la escritura donde se funda el origen
y se definen los tonos. Kohan es
congruente, como escritor y lector, con su propia obra; desde el presente
revisita lo que realizó y desde aquí insisten las tramas especulares, los
retornos y vueltas que se repiten para modificar: siempre desde el presente,
nunca desde el pasado como un punto fijo y orgánico afirmado en una tendencia
teleológica y causal. Kohan re-vuelve. Entonces reaparece Cabral, al son de la
marcha de San Lorenzo y con ademán épico de gloria y sacrificio. Si la Patria se forja custodiando la frontera
con el trazo de la espada, entonces se
trata de indagar la eficacia del mito fundacional. Y Kohan lo encara en zigzag,
líneas en vaivén que le permiten desde el presente revolver los torbellinos del
tiempo , las irrupciones sintomáticas del anacronismo. Asi, va a señalar, un
poco en sintonía con la apodíctica y provocadora frase con que David Viñas
sentenció el comienzo de la literatura argentina: con Rosas –la figura que
provoca y que impulsa la palabra ilustrada, en definitiva, la de Echeverría y
sus congéneres. Desde una perspectiva en sintonía con la de Viñas, Kohan va a
marcar la lectura de Osvaldo Lamborghini respecto de historia y de la
literatura nacional: Bartolomé Mitre. Autor del gran relato integrador y
orgánico de la formación de un país. Lamborghini detecta y desmonta la
estrategia militar de los grandes nombres, colocando a Mitre en el lugar del
narrador. Belgrano y San Martín son los héroes, las biografías esculpidas en
los bustos inmaculados, de mausoleo. Si Kohan dijo “elevarse”, puede suponerse
que el museo de los héroes, es el sello indeleble que marcaría la diferencia
entre patria argentina y su canonización nacional. Pero más allá de los desvíos
productivos que nos devuelven al presente donde anida el pasado y su
imaginario, ( porque la lectura nunca suprime al pasado que se convierte en
inconsciente). Porque a la par de la
intervención de Lamborghini, Kohan lee la coartada de Alberdi, allí donde
radica el exceso de una escritura que más que polémica, supone la estrategia de
una disolución. Alberdi lee en Mitre, la construcción de candidaturas. En tal
ofensiva hermenéutica cifra la falsa devoción de la política, la denodada búsqueda
de legitimación. Y Kohan lee con Alberdi el revés y el envés de una guerra
cuyos principios de declaración son desactivados por un objetivo falso que
nunca tuvo lugar. Se trataría más bien de una derrota continental y de una
pérdida de provincias, un litigio que deriva en disminución territorial, es
decir, en pérdida y no en ganancia. Frente a la visión de Alberdi, que mira una
historia de “falsos triunfos y pérdidas reales”, Mitre trama la posición que
termina por prevalecer: la de los héroes. Y si a San Martín (cosa habitual en los hombres públicos como
no duda en diagnosticar Sarmiento) le falta escribir sus memorias, le sobran en
cambio los partes de guerra y las justificaciones perentorias.
Concebir la civilización como el
anverso de la guerra o mejor aún, concebir la guerra como la condición misma de
un programa de orden, político y social. Reenvíos y remisiones, donde la
política altera el curso de un croquis, esquema en dirección única. San Martín
le dona el sable a Rosas. Herencias y legados que el Padre debe dirimir entre
los hijos. Gesto que empaña la nobleza de la renuncia y el estoicismo del
alejamiento para que Sarmiento también lea y especule, y en su duda potencie de
modo conveniente el desplazamiento de San Martín, del centro que ocupaba. No le
faltan razones ni argumentos para sostener una posición, y lo hace pensando en
la utilidad del modelo de su ejército para derrotar a las fuerzas montoneras,
objetivo prioritario de ahora en más. Ese es el punto para que Sarmiento elogie
al Manco Paz. Paz y su dominio sobre la barbarie. Paz y su violencia calculada
y razonada en contraste con la fuerza
animal de Facundo. La violencia que Sarmiento reivindica es la violencia
civilizada, la cual, en todo caso, le proporciona la base argumental para
justificar la muerte del Chacho Peñaloza; el hecho ante el cual Sarmiento no
desmiente la denuncia de Hernández sino que la sostiene como necesidad. La
lectura política y estratégica de Sarmiento hace del Manco Paz su centro, ni
más ni menos el que, a diferencia de Lavalle doblega a la barbarie con sus armas, su conocimiento y su racionalidad y al
modo de las milicias europeas. Así, en la mirada de Sarmiento, Paz queda
hipostasiado en la civilización que no escatima rendimiento. La batalla de
Oncativo será el reverso exacto que sintetiza una concepción bélica basada en
la economización de fuerzas y recursos, en la administración de dividendos y de
hombres. Facundo es derroche y despilfarro, apuesta y se disipa en el juego.
Quiroga, desde la mirada sarmientina, se funde con el caballo y con la tierra.
Como señala Kohan, Paz envuelve a Facundo en una red, al Tigre de los Llanos y
le tiende una trampa, dando visibilidad a la bestia salvaje atrapada por el que
sabe esperar el momento oportuno. Cálculo versus perplejidad. Paz también
escribe sus Memorias póstumas dejando
en claro que de lo que se trata es de domesticar a las fieras, de atraer “la
docilidad de los paisanos”. Serán los versos de Ascaubi los que rendirán
tributo a la gesta cívica, rubricando la composición gauchipolítica (al decir
de Angel Rama). Y la entonación laudatoria retoma el punto donde quedó
Bartolome Hidalgo (las luchas por la Independecia y una enunciación que va a
repetirse: la del soldado defraudado, la decepción ante las luchas civiles y la
falta de respuesta a quienes pusieron el cuerpo en el ataque y la defensa
territorial). Según Kohan, Ascasubi superpone la guerra de la Independencia a
la gesta antirrosista. Y en dos etapas. Primero, celebrando a Urquiza para
después acercarse a Mitre. Y será en la
gauchesca, en la palabra de confrontación y en la payada, o la simulación de un
diálogo, donde el conflicto encuentra su tono su tono y su verdad. Contrapunto, amenaza y desafío, y aquí
también las victorias militares tendrán su celebración, más cerca de la fiesta
popular que de la épica oficial.
Ascasubi será el exponente clave donde el género lleva a su punto
culminante el contraste entre guerra y violencia ilegítima, la barbarie de
todos contra uno y el decir jocoso del copartícipe en el castigo al infractor. La
guerra en verso que Ascasubi trama en “La Refalosa”, pone al revés la
invectiva, adjudicándole la palabra al sujeto de enunciación en primera
persona.
Kohan, revisa y como siempre
revuelve, lúcido, los archivos. Allí encuentra epistolarios que si no fueran
por el asunto público que los atraviesa, son cartas imbuídas de afecto
desesperado, de intimidad sensible entre soldados y madres. Por su parte,
Salvador Garmendia celebra el triunfo en la Guerra del Paraguay, que además
justifica como una necesidad en respuesta al invasor. Pero es un triunfo en el
cual no deja de notar los altos costos que implicó la empresa. Es Mitre, otra
vez, el epicentro de una historia que Kohan elige llamar, figuración
condensada, como “los soldados de la fatalidad”. Allí reside la impronta
lúgubre. Contrasentido entre la gloria y su condición innecesaria. Dos tiempos superpuestos donde una guerra
desigual se interpone, finalmente, ante
la urgencia del combate contra el malón. Y entre los destinos funestos, están las
filiaciones malogradas: en el campo de batalla, muere Dominguito, el hijo Benita
Martinez Pastoriza de Sarmiento, que también lee las cartas de su hijo y los
informes del diario La Nación.
El fin de siglo XIX se empalma
con la mirada canonizadora de Leopoldo Lugones, ya a principios del XX, cuando
los alambiques y florilegios modernistas ponen a funcionar aquellos mecanismos
de compensación entre marginación social y centralidad simbólica. Así, Lugones
verá al Martin Fierro como un texto de guerra, al que literariamente lo
justifica como epopeya convirtiendo al protagonista en el héroe oficial. Es
sabido que Borges percibe el tono del lamento y la queja por lo que descarta, a
contrapelo de la posición aceptada en el Centenario, la lectura lugoniana. Si
se trata de fechar, Kohan repara en 1979
año de La Vuelta y de la campaña al
desierto de Roca. Y allí hace hincapié en los silencios de ese relato ya que
nada se cuenta del modo en que las tribus fueron deshechas ni tampoco se
explicitan los motivos de la conversión y absorción de la violencia popular e irregular
del gaucho contra la ley, ya que no habrá consolidación estatal hasta tanto su
dispositivos de captura (violencia de la ley) no logren asimilarla para su
consecuente utilización. El gaucho es forzado a la delincuencia allí donde la
denuncia contra la instrucción militar rima versos entre vicio y oficio. Entonces,
la frontera será la marca diferencial entre la violencia que el Estado absorbe
(para que después Lugones legitime un mito converso) y aquella que es por
naturaleza, irreductible. Sujeto de enunciación obediente que calla las razones
de los encomios a la tierra que vuelve a pisar porque ya no la pisa el salvaje.
En Martín Fierro la enunciación,
cuando se refiere a cuestiones colectivas, tiende a ser tácita; silencio que
encubre la enunciación encomiástica, cuando el anclaje histórico, la batalla ganada,
afiance definitivamente a la Nación sobre el aparato estatal constituído. Y ese
será el motivo y argumento sustancial, advierte Kohan para que García Merou
acuse a Eduardo Gutierrez de volver hacia una suerte de epopeya del delito. El
ciclo que culmina en la rudimentaria aunque decente domesticidad adquirida por
Fierro y sus hijos, se repite, se re-vuelve con las aventuras de Juan Moreira.
Bisagra que, el propio Gutierrez interpreta, cuando al comienzo lo retrata, en
potencial, como una eventual gloria perdida; es el deseo incumplido de quien lo
describe diciendo “al frente de un regimiento de caballería, hubiera sido una
gloria patria”. Pero en la declinación de esa promesa radican las condiciones
sociales que malogran la virtud del personaje en el camino del crimen y la
persecución, la política y la “justicia”
letrada” que lo empujan a una violencia en ascenso y sin control. La
especulación de Gutierrez continúa con Hormiga
Negra, ya en 1881, que a pesar de pelear en Cepeda y en Pavón, su destino de
castigos recibidos lo cruza con Moreira. Es por eso que para Kohan, lo que Hernández
resuelve, Gutierrez lo crispa: la imposibilidad de confluencia entre el héroe
popular de la ilegalidad y el héroe de la gloria guerrera (volviendo al
comienzo, el que levanta los ojos al cielo). Pareciera que no hay punto de
reunión entre dos escalas axiológicas: la de la nobleza y del coraje (Moreira,
Hormiga Negra) con la semblanzas elevadas hacia el cielo de la gloria. Y lo que
Lugones realiza con La guerra gaucha
(1905), reafirma la incorporación de la violencia popular en la legítima
función del acto bélico. Y más allá de la suma miscelánea de episodios
fragmentarios, el texto privilegia el heroísmo anónimo del conjunto de la
montonera gaucha y el nombre glorioso aunque postergado de Martín Miguel de
Guemes, operación cultural que lo coloca en línea de disputa con Bartolomé
Mitre, quien siempre revalidó el culto monumental por el bronce de los nombres propios. Casi como si fuera el
reverso del Manco Paz, Guemes sabrá obtener resultados auspiciosos del
desorden, del torbellino, el desparramo porque en Guemes asoma la treta y el
saber del entrevero sigiloso. Guerra sostenida en el descarte y en los restos
de la resistencia, la historia de Guemes reenvia de modo cruzado, otra vez, a
la del Manco Paz: en sus huestes hubo un soldado literato, alguien quien también, como el mismo Paz, escribía. En este
sentido, Kohan eslabona las escenas por las cuales el eclecticismo ideológico
de Lugones, volverá a oficiar como resorte estabilizador cuando profetice la
hora de la espada, de la fuerza militar en la función de gobierno. Su vaticinio
se cumplirá en tiempos donde sin guerra, se desarrolla en Congreso Nacional el
debate sobre la Ley del Servicio Militar Obligatorio (1901), reactualizando el
protagonismo de Roca como presidente y el teniente general Ricchieri como
ministro. En El país de la guerra, Martín Kohan enhebra suspensiones y
continuidades aleatorias, y podríamos añadir, con Didi Huberman, caídas e
irrupciones, inversiones y envolvimientos. Siglo XX y guerreros sin guerra,
metáfora dilecta para hablar mitologías populares que trascienden las fronteras
nacionales. El Che, Evita, Maradona, cuyas efigies atenúan el carácter
periférico de la Argentina a la par que se diluye la potencia ideológica,
combativa o la resistencia heroica de un Maradona equiparable a un Ave Fenix. Los
juegos de guerra, como figuraciones en eco de determinados momentos históricos:
el TEG aparece en 1976 y será una práctica masiva, social, instalada en el
imaginario colectivo en sincronía con tragedias silenciadas. Esto en contraste
con El Estanciero, una costumbre lúdica tradicional en tanto eco de un deseo
colectivo de identificación con la riqueza agropecuaria. Pero es con el
análisis de dos poemas sobre Ezeiza que el libro retoma la guerra en el desvío
de confrontación civil. Los autores que lee Kohan son Fabian Casas y Ariel
Schettini en ambas escrituras retrospectivas, lo que define la mirada, es una
experiencia en la distancia temporal, ya que ni uno ni otro estuvieron en el
lugar de los hechos. Pero Ezeiza concentra la potencialidad de una significación
que gira en torno, otra vez, y en exceso, de la multitud y la violencia
desmesurada. Pueblo masa en el registro
de una experiencia sesgada, asumida de modo indirecto, la mirada hacia atrás
sobre un pasado que no vivieron. En Casas, la charla y la presencia de un primo
mayor y el contraste entre el proyecto político (él si parece haber estado
allí), y el fracaso o si se quiere, en términos comunitarios y litigiosos, la
derrota. En Schettini, la lectura de las imágenes (tratándose de tiempo y de
imagen, cabía citar a Didi Huberman), buscan el sentido heurístico donde la
legalidad de lo real no consiste (como tampoco en Casas) en la prueba verídica
sino en la paridad de las nociones entre documento e invención, autentificados,
en primera persona, con los interrogantes del presente. Escriben sobre “Ezeiza”
desde el presupuesto referencial del aeropuerto, metonimia del recibimiento frustrado
al líder, a Perón, entre el desbande de las filas partidarias y la matanza
final. Si algo tiene la guerra civil, el
conflicto armado en el país, es la
desregulación de aquellos mecanismos que afirman el poder y el control sobre
los enemigos; lo que pone en evidencia, consecuentemente, el descontrol de los
dispositivos institucionales que dirimen la violencia legal de la violencia
clandestina. Es la mirada perpleja y distante de Schettini eso que termina por
manifestar la violencia en su estado desreglado, cuando duda de lo que ve, y se
pregunta el hombre que suben de los pelos rascando las paredes (¿lo protegen o
lo torturan en público?). Y ahí es donde Kohan marca la potencia significante
de la figuración animal. Serán las claves de la literatura y cultura argentina, menos como las invariantes
históricas de Martinez Estrada que como síntomas de una repetición desplazada.
Porque el capítulo dedicado a Walsh, la muerte de su hija Vicky sintetiza en el
dolor, la grandeza y la intimidad. Guerra y no guerrilla; camisón, absurdo en
el momento aunque puntual en la mostración de un combate cuantitativamente
desproporcionado y sorpresivo. Pero, aunque ni Walsh, en la escritura, ni Vicky
en los hechos, optan por la victimización, Kohan dirime lo que en realidad
implica la ferocidad de ciento cincuenta hombres contra cinco, “más una nena de
un poco mas de un año, la hija de Vicky”. El sitio de una casa, el cerco
sorpresivo, la celada. Sin embargo, Walsh, como Paco Urondo en Los pasos previos, nunca dejará de
hablar en términos de guerra. Porque la emboscada es resistida por mas de una
hora y media, con el eco de las carcajadas de Vicky que Walsh entiende por
conocimiento visceral: “siempre la hizo reir lo que la sorprendía”. Walsh
exalta entonces el carácter heroico de una defensa imposible pero planeada y
consciente. Y en su desdoblamiento entre padre y militante, Rodolfo Walsh fundamenta,
es decir, racionaliza su dolor pero sobre todo, su orgullo. De Walsh, Martín
Kohan pasa a Videla, y con el apellido a secas titula el capítulo. Pareciera que el silenciamiento planificado,
que la sociedad civil adoptó como modus vivendi, tiene su consecuencia lógica
en el extendido silencio con que Videla intentó protegerse. Pero la entrevista
de Ceferino Reato logra que Videla, por fin, hable. Y su palabra justifica el
accionar de lo que él no duda en denominar “guerra”. Una ristra de argumentos
cede a la hora de defender el Código de Honor Militar con una disquisición en
apariencia bizantina: Videla opta por hablar de “aniquilación” (del accionar
“subversivo”) y no de “exterminio”, por
no corresponder con las razones morales del Ejército. Ante algún tipo de
autocrítica, sobre la falta de información de los desaparecidos, Videla
resuelve la enunciación de sus convicciones: del secuestro de bebés no se hace
cargo y tampoco cede a la inducción de Reato a que confiese porque Videla tiene
claro que no se arrepiente de nada. A los hechos los llama “guerra”, allí
entran ERP y Montoneros; allí declara
que la guerra es legal, que la tortura o los “interrogatorios” son necesarios y
urgentes y que en toda guerra se mata.
Kohan lee con perspicacia las variantes pronominales y sintácticas que
va tomando la enunciación, que va girando hacia un conveniente uso del gerundio
y una gradual despersonalización. Y Kohan pregunta, casi retóricamente, de qué
forma se concilia la firmeza de una
posición asumida con la “turbia vaguedad de “lo que se fue dando”. Con “La guerra de Malvinas: contrarrelatos”,
el autor reelabora la memoria, en cuya construcción falsa, otra vez, por
conveniente, no deja, sin embargo, de mostrar alguna verdad. Por ello, en 1982,
momento donde se superponen dos acontecimientos litigiosos, uno deportivo y
otro estrictamente bélico, vuelve otra vez al futbol, ámbito preferencial de
Kohan, donde se cuentan goles (mundial de España) para des-contar los relatos
faltantes de una épica nacional. Epica deshauciada, alteración de las
identidades, corrosión del credo patriótico. Los protocolos de la literatura
disuelven normas, valores e ideologemas. Los
pichiciegos de Fogwill abre una
narrativa de versiones y contrarrelatos, cuando aún se peleaba en las islas,
poniendo a funcionar en clave irónica la visión distante del desmoronamiento de
un plan, o de una mala decisión de gobierno. Historia pícara y de
supervivencia, fábula sin moral entre transacciones subterráneas y una guerra
de superficie. Daniel Guebel escribe “Impresiones de un natural nacionalista”,
invirtiendo la iconografía de lo “argentino” y de la “anglicidad” en sendos
espacios cruzados; a partir de esa operación, comienza el relato. En La causa justa, de Osvaldo Lamborghini,
el “héroe” es Tokuro, un japonés fanático de la verdad que él atribuye al
lenguaje mientras sus compañeros y subordinados de oficina, le hacen ver que la
Argentina, a quien Tokuro defiende como voluntario en Malvinas, es “La Gran
Llanura de los chistes”. Las versiones y
contraversiones, siguen con Las islas
de Gamerro, con Trasfondo, de Patricia Ratto para que las ficciones de la
guerra vuelvan otra vez a leer, a contraluz del presente, las variaciones del
siglo XX, a través de Marechal (Megafón o
la guerra), de Bioy Casares (Diario
de la Guerra del cerdo), de Cesar
Aira ( La guerra de los gimnasios). Siglo XX y XXI que insiste, para
concluir, otra vez, en el peronismo.
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