El crítico y el alquimista
(*) Por Edgardo H. Berg
El siguiente fragmento remite a un duelo implícito sobre la capacidad de leer y, en parte, refiere a dos modelos del lector moderno: el censor y el conspirador, como sostiene Piglia en su último libro de ensayos Teoría del complot (2007). O para decirlo de otro modo, la ficción del crítico como detective (al pretender descubrir una estructura fija e inmutable y revelar el secreto razonable que de coherencia a un texto) y la figura de autor como alquimista (que erosiona la seguridad de las certezas y vulnera la pretensiones de detección).
“Hay distintas maneras de contar esta historia porque no es cierto que una imagen valga más que mil palabras”, dice el pianista en el relato homónimo del autor.[1] Sin embargo, más allá de que una imagen siempre puede acotar y restringir el sentido, voy a empezar describiendo una fotografía para poder verbalizar una polémica. O mejor, como dijo, alguna vez, un gran cineasta francés contemporáneo, no es una imagen justa, sino justo una imagen que me permite pensar la política de este artista de la cita que es Ricardo Piglia. En un anticipo del libro El último lector (2005), que se publicara en el suplemento cultural del diario La Nación de Buenos Aires, se reproduce una foto donde se lo ve al autor, sentado frente a su escritorio y sobre el margen derecho del mismo se encuentra apoyado un libro.[2] El libro es la Introduction á une véritable histoire du cinéma de Jean Luc Godard.[3] Es cierto, como afirma el pianista, una imagen del autor como forma de encuadre de una nota (en realidad, la nota es el relato del fotógrafo de Flores que sirve como prólogo al libro de ensayos), en un medio masivo, concentra nuestra mirada en la superficie y nos da una versión simplificada. Pero la imagen construida, como sabemos, no es inocente; y en este sentido, la fotografía puede pensarse como un autorretrato. El gesto y el efecto de superficie que provoca la fotografía (la imagen se percibe al mismo tiempo que verbaliza un sin número de asociaciones y desplazamientos entre el cine de Godard y la literatura de Piglia), podría funcionar como una hipótesis rápida de investigación, como una instantánea de conocimiento. La fotografía, la relación entre el retrato, la pose y el libro de Godard no son físicamente mudos; hablan por boca de los textos del autor. Y aunque los textos de Piglia puedan desmentir lo que vemos con nuestros propios ojos a primera vista, el gesto del libro que acompaña la foto del autor permite pensar en una alianza pasional, en una composición de deseo.[4] Y la situación de ese encuadre, ligeramente descentrado, puede ser reemplazado o explorado por la misma experiencia de lectura de los textos del autor. Esa es la fuerza literal que yo veo en la fotografía.
Podríamos decir que Piglia es un traficante de enunciados y el tráfico convierte a sus textos en una novela criminal hecha de delitos y apropiaciones, poniendo en juego los modos de transcripción y derivación literarias. Y la cita, como en Godard, se convierte en uno de los elementos básicos de su construcción discursiva. Muchas veces, las citas migran de un lugar a otro, de un texto a otro, de un género a otro, transformando los contextos de interpretación. Y en la economía literaria, las citas, son como billetes o monedas que circulan sin ninguna autorización previa; más aún, se sobreimprimen, se superponen, se invierten, se corrigen, alterando o desplazando el sentido. A veces, desaparecen las huellas (las comillas); en otras ocasiones, la cita, se hace tan visible que no se ve, como si se estuviera jugando al póquer, fingiendo que se miente, como afirma el padre de Steve Ratliff en Prisión perpetua (1988).
Cuando la autoridad de lo decible se esconde o no se hace visible, la lectura moralizante de la crítica, que suele caer en la trampa de lo que yo he llamado el síndrome Arocena, adquiere el temor bancario del cheque sin provisión o padece, la incomodidad, de estar sujeto a los fondos falsos de la escritura. Nada puede quedar merced al azar y, entonces, muchas veces, la crítica -cierta forma nacional de la doxa deconstructivista acosada por el mal de ojo- en su desdén interpretativo –desnudar, conocer el origen y la remisión de los enunciados-, le reclama al autor que rinda cuentas de las formas de la atribución. Es, entonces, cuando las perplejidades iniciales se transmutan en una acusación jurídica (¿Una cita de Blanchot escamoteada? ¿En qué contexto genérico?¿En un ensayo, en un relato o en una notación de un diario? ). Pero socavar y desmantelar las presuntas argucias del discurso ajeno (deshacer, descomponer el texto, los textos de Piglia) no es ganar la partida, sino más bien quedarse sin cartas, con las manos vacías.
Ya he hablado en otros trabajos sobre la función y los efectos migratorios de la cita en el tejido pigliano. La cita como un modo de la intriga novelesca; la cita como inscripción y desvío genealógico; la cita como saqueo y destrozo anárquico de la biblioteca en el buen decir proudhiano; la cita como pillaje arltiano en boca de Borges; la cita como respirador artificial para arpegiar, en un registro wittgensteniano, aquello de lo que no se puede decir; la cita como perversión sanguinolienta en la cadena familiar de la literatura argentina; la cita como utopía benjaminiana en clave polaca; la cita como modelo de pasaje entre crítica y ficción; o la cita brechtiana como emblema ideológico y motor de la anécdota novelesca. Utilice las citas para amplificarlas o las disuelva hasta hacerlas irreconocibles en su propia escritura, habría que decir que, en Piglia, la cita funciona como una suerte de sintaxis y un modo constructivo: una cadena o un engranaje hecho de envíos que, muchas veces, se expande y prolifera como inscripción de un sistema de lecturas y de pistas, amenazando siempre los espejismos falsos de la crítica. El lector “modelo”, en las torsiones de la banda de Moebius (entre crítica y ficción), se extravía y pierde la certidumbre del recto camino.
En el trámite de la citación lo que se pierde o cambia en el traspaso es el sentido. Y si trucar es una forma del engaño, la proliferación de citas des-conciertan la lectura. Y si la crítica académica, asociada a la metacrítica, entiende que el texto es el producto de una operación maliciosa, es porque, en el mareo de lectura que provoca la vibración de límites, presupone que hay una relación de homogeneidad entre el sistema de producción de la escritura y la producción de sentido de los textos. Tomar de manera literal lo que ha sido dicho por otros o borrar las huellas es una política de escritura que hace tambalear a un diestro crítico de sus convicciones y pone en tela de juicio la actividad de cualquier “policía discursivo”, como diría Foucault, que pretende regular y determinar los lugares y las formas correctas de atribución. En la economía cursiva y discursiva la cita no es palabra muerta. La escritura materialista en Piglia muestra los flujos del capital simbólico: oculte las citas o juegue a su extrema visibilidad. “Citar un texto, decía Benjamín, es interrumpir su contexto” (Benjamin 1991: 37).[5]
Y si es cierto, como lo ha afirmado el autor en más de una ocasión, que la literatura es tierra de nadie, el espacio utópico dónde las relaciones capitalistas y de propiedad están excluidas, el giro o el destrozo anárquico es entonces el pasaje y migración de un emblema estético y una expresión jurídica de Thomas De Quincey a una cita de Proudhon: de “la literatura es un plagio” a “la propiedad es un (el) robo” (Proudhon 1983: 29, Piglia 1975: 118).
Quisiera terminar este apartado con una cita que he usado en mis primeros trabajos y que refiere el trabajo de plagio y montaje de la voz extranjera de la crítica y, a su vez, permite ver el juego de sobresignificaciones que resultan de esta práctica. Y en el contexto de época de Respiración artificial (1980), la novela promueve un singular cruce entre ficción y política. Basta recordar la lectura que hace Tardewski –personaje que recupera ciertas instancias biográficas y la leyenda del escritor polaco Gombrowicz– de El proceso de Kafka. Y ya sabemos cómo la cita arrancada de su contexto originario e injertada en un nuevo emplazamiento provoca una alteración, un plus o un extra en el orden de la significación:
El proceso exhibe el modelo clásico del estado de terror. Prefigura el sadismo furtivo y la histeria que el totalitarismo desliza en la vida privada y sexual, el hastío sin rostro de los asesinos. Desde que Kafka se puso a escribir, la llamada nocturna ha sonado en puertas sin número y el nombre de aquellos que son arrastrados para morir como un perro es legión. (Steiner, 1990: 163-164)
Usted leyó El proceso, me dice Tardewski. Kafka supo ver hasta en el detalle más preciso cómo se acumulaba el horror. Esa novela representa de un modo alucinante el modelo clásico del Estado convertido en instrumento de terror. Describe la maquinaria anónima de un mundo donde todos pueden ser acusados y culpables, la siniestra inseguridad que el totalitarismo insinúa en la vida de los hombres, el aburrimiento sin rostro de los asesinos, el sadismo furtivo. Desde que Kafka escribió ese libro el golpe nocturno ha llegado a innumerables puertas y el nombre de los que fueron arrastrados a morir “¡como un perro!”, igual que Joseph K., es legión. (Respiración artificial: 265)
“Hay distintas maneras de contar esta historia porque no es cierto que una imagen valga más que mil palabras”, dice el pianista en el relato homónimo del autor.[1] Sin embargo, más allá de que una imagen siempre puede acotar y restringir el sentido, voy a empezar describiendo una fotografía para poder verbalizar una polémica. O mejor, como dijo, alguna vez, un gran cineasta francés contemporáneo, no es una imagen justa, sino justo una imagen que me permite pensar la política de este artista de la cita que es Ricardo Piglia. En un anticipo del libro El último lector (2005), que se publicara en el suplemento cultural del diario La Nación de Buenos Aires, se reproduce una foto donde se lo ve al autor, sentado frente a su escritorio y sobre el margen derecho del mismo se encuentra apoyado un libro.[2] El libro es la Introduction á une véritable histoire du cinéma de Jean Luc Godard.[3] Es cierto, como afirma el pianista, una imagen del autor como forma de encuadre de una nota (en realidad, la nota es el relato del fotógrafo de Flores que sirve como prólogo al libro de ensayos), en un medio masivo, concentra nuestra mirada en la superficie y nos da una versión simplificada. Pero la imagen construida, como sabemos, no es inocente; y en este sentido, la fotografía puede pensarse como un autorretrato. El gesto y el efecto de superficie que provoca la fotografía (la imagen se percibe al mismo tiempo que verbaliza un sin número de asociaciones y desplazamientos entre el cine de Godard y la literatura de Piglia), podría funcionar como una hipótesis rápida de investigación, como una instantánea de conocimiento. La fotografía, la relación entre el retrato, la pose y el libro de Godard no son físicamente mudos; hablan por boca de los textos del autor. Y aunque los textos de Piglia puedan desmentir lo que vemos con nuestros propios ojos a primera vista, el gesto del libro que acompaña la foto del autor permite pensar en una alianza pasional, en una composición de deseo.[4] Y la situación de ese encuadre, ligeramente descentrado, puede ser reemplazado o explorado por la misma experiencia de lectura de los textos del autor. Esa es la fuerza literal que yo veo en la fotografía.
Podríamos decir que Piglia es un traficante de enunciados y el tráfico convierte a sus textos en una novela criminal hecha de delitos y apropiaciones, poniendo en juego los modos de transcripción y derivación literarias. Y la cita, como en Godard, se convierte en uno de los elementos básicos de su construcción discursiva. Muchas veces, las citas migran de un lugar a otro, de un texto a otro, de un género a otro, transformando los contextos de interpretación. Y en la economía literaria, las citas, son como billetes o monedas que circulan sin ninguna autorización previa; más aún, se sobreimprimen, se superponen, se invierten, se corrigen, alterando o desplazando el sentido. A veces, desaparecen las huellas (las comillas); en otras ocasiones, la cita, se hace tan visible que no se ve, como si se estuviera jugando al póquer, fingiendo que se miente, como afirma el padre de Steve Ratliff en Prisión perpetua (1988).
Cuando la autoridad de lo decible se esconde o no se hace visible, la lectura moralizante de la crítica, que suele caer en la trampa de lo que yo he llamado el síndrome Arocena, adquiere el temor bancario del cheque sin provisión o padece, la incomodidad, de estar sujeto a los fondos falsos de la escritura. Nada puede quedar merced al azar y, entonces, muchas veces, la crítica -cierta forma nacional de la doxa deconstructivista acosada por el mal de ojo- en su desdén interpretativo –desnudar, conocer el origen y la remisión de los enunciados-, le reclama al autor que rinda cuentas de las formas de la atribución. Es, entonces, cuando las perplejidades iniciales se transmutan en una acusación jurídica (¿Una cita de Blanchot escamoteada? ¿En qué contexto genérico?¿En un ensayo, en un relato o en una notación de un diario? ). Pero socavar y desmantelar las presuntas argucias del discurso ajeno (deshacer, descomponer el texto, los textos de Piglia) no es ganar la partida, sino más bien quedarse sin cartas, con las manos vacías.
Ya he hablado en otros trabajos sobre la función y los efectos migratorios de la cita en el tejido pigliano. La cita como un modo de la intriga novelesca; la cita como inscripción y desvío genealógico; la cita como saqueo y destrozo anárquico de la biblioteca en el buen decir proudhiano; la cita como pillaje arltiano en boca de Borges; la cita como respirador artificial para arpegiar, en un registro wittgensteniano, aquello de lo que no se puede decir; la cita como perversión sanguinolienta en la cadena familiar de la literatura argentina; la cita como utopía benjaminiana en clave polaca; la cita como modelo de pasaje entre crítica y ficción; o la cita brechtiana como emblema ideológico y motor de la anécdota novelesca. Utilice las citas para amplificarlas o las disuelva hasta hacerlas irreconocibles en su propia escritura, habría que decir que, en Piglia, la cita funciona como una suerte de sintaxis y un modo constructivo: una cadena o un engranaje hecho de envíos que, muchas veces, se expande y prolifera como inscripción de un sistema de lecturas y de pistas, amenazando siempre los espejismos falsos de la crítica. El lector “modelo”, en las torsiones de la banda de Moebius (entre crítica y ficción), se extravía y pierde la certidumbre del recto camino.
En el trámite de la citación lo que se pierde o cambia en el traspaso es el sentido. Y si trucar es una forma del engaño, la proliferación de citas des-conciertan la lectura. Y si la crítica académica, asociada a la metacrítica, entiende que el texto es el producto de una operación maliciosa, es porque, en el mareo de lectura que provoca la vibración de límites, presupone que hay una relación de homogeneidad entre el sistema de producción de la escritura y la producción de sentido de los textos. Tomar de manera literal lo que ha sido dicho por otros o borrar las huellas es una política de escritura que hace tambalear a un diestro crítico de sus convicciones y pone en tela de juicio la actividad de cualquier “policía discursivo”, como diría Foucault, que pretende regular y determinar los lugares y las formas correctas de atribución. En la economía cursiva y discursiva la cita no es palabra muerta. La escritura materialista en Piglia muestra los flujos del capital simbólico: oculte las citas o juegue a su extrema visibilidad. “Citar un texto, decía Benjamín, es interrumpir su contexto” (Benjamin 1991: 37).[5]
Y si es cierto, como lo ha afirmado el autor en más de una ocasión, que la literatura es tierra de nadie, el espacio utópico dónde las relaciones capitalistas y de propiedad están excluidas, el giro o el destrozo anárquico es entonces el pasaje y migración de un emblema estético y una expresión jurídica de Thomas De Quincey a una cita de Proudhon: de “la literatura es un plagio” a “la propiedad es un (el) robo” (Proudhon 1983: 29, Piglia 1975: 118).
Quisiera terminar este apartado con una cita que he usado en mis primeros trabajos y que refiere el trabajo de plagio y montaje de la voz extranjera de la crítica y, a su vez, permite ver el juego de sobresignificaciones que resultan de esta práctica. Y en el contexto de época de Respiración artificial (1980), la novela promueve un singular cruce entre ficción y política. Basta recordar la lectura que hace Tardewski –personaje que recupera ciertas instancias biográficas y la leyenda del escritor polaco Gombrowicz– de El proceso de Kafka. Y ya sabemos cómo la cita arrancada de su contexto originario e injertada en un nuevo emplazamiento provoca una alteración, un plus o un extra en el orden de la significación:
El proceso exhibe el modelo clásico del estado de terror. Prefigura el sadismo furtivo y la histeria que el totalitarismo desliza en la vida privada y sexual, el hastío sin rostro de los asesinos. Desde que Kafka se puso a escribir, la llamada nocturna ha sonado en puertas sin número y el nombre de aquellos que son arrastrados para morir como un perro es legión. (Steiner, 1990: 163-164)
Usted leyó El proceso, me dice Tardewski. Kafka supo ver hasta en el detalle más preciso cómo se acumulaba el horror. Esa novela representa de un modo alucinante el modelo clásico del Estado convertido en instrumento de terror. Describe la maquinaria anónima de un mundo donde todos pueden ser acusados y culpables, la siniestra inseguridad que el totalitarismo insinúa en la vida de los hombres, el aburrimiento sin rostro de los asesinos, el sadismo furtivo. Desde que Kafka escribió ese libro el golpe nocturno ha llegado a innumerables puertas y el nombre de los que fueron arrastrados a morir “¡como un perro!”, igual que Joseph K., es legión. (Respiración artificial: 265)
Notas
[1] Me refiero al relato “El pianista” publicado en forma independiente por Ediciones Eloisa Cartonera (Buenos Aires: 2003), más tarde formó parte del libro crítico sobre su obra, Ricardo Piglia. La escritura y el arte nuevo de la sospecha (Sevilla: Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Sevilla, 2006, pp. 13-20) bajo la coordinación de Daniel Mesa Gancedo y que, finalmente, fue incluído en la reedición de La invasión. (Barcelona: Anagrama, 2006, pp. 158-172).
[2] El anticipo de Piglia se publicó bajo el título “La lectura como réplica”, en La Nación, Cultura. Buenos Aires: domingo 8 de mayo de 2005, pág. 1.
[3] Jean Luc Godard. Introduction á une véritable histoire du cinéma. París: Albatros, 1980.
[4] En algunas entrevistas, el autor ha manifestado la importancia del cine de Jean Luc Godard para la configuración de sus novelas. “Yo digo siempre que en mi formación a veces, tienen tienen tanto más que ver ciertas narradores cinematográficos, como Godard, a quien considero tan importante como a Brecht, en la construcción de mis textos. Uso de la cita, de la discusión que aparece fuera de la situación dramática, cortes, en fin, cosas que ese cine establecía como modelo narrativo, y que él, a su vez, lo había tomado de la literatura”. Cfr. Edgardo H. Berg: “El debate de la poéticas y los géneros [entrevista a Ricardo Piglia], en Celehis, Año 2, nº 2, segundo semestre de 1992, p. 196. “[El cine de Godard] es un cine hecho de citas, y en su relato fílmico encontré una serie de soluciones que está en mi novela, lo cual es una buena manera de autodefinirse”. Cfr. Entrevista a Ricardo Piglia, en El Mercurio. Santiago de Chile, 24 de Mayo de 1992.
Ver por ejemplo.
[5] Cfr. Walter Benjamin, Walter. Tentativas sobre Brecht. Iluminaciones III. Madrid, Taurus, 1999, p. 37.
[2] El anticipo de Piglia se publicó bajo el título “La lectura como réplica”, en La Nación, Cultura. Buenos Aires: domingo 8 de mayo de 2005, pág. 1.
[3] Jean Luc Godard. Introduction á une véritable histoire du cinéma. París: Albatros, 1980.
[4] En algunas entrevistas, el autor ha manifestado la importancia del cine de Jean Luc Godard para la configuración de sus novelas. “Yo digo siempre que en mi formación a veces, tienen tienen tanto más que ver ciertas narradores cinematográficos, como Godard, a quien considero tan importante como a Brecht, en la construcción de mis textos. Uso de la cita, de la discusión que aparece fuera de la situación dramática, cortes, en fin, cosas que ese cine establecía como modelo narrativo, y que él, a su vez, lo había tomado de la literatura”. Cfr. Edgardo H. Berg: “El debate de la poéticas y los géneros [entrevista a Ricardo Piglia], en Celehis, Año 2, nº 2, segundo semestre de 1992, p. 196. “[El cine de Godard] es un cine hecho de citas, y en su relato fílmico encontré una serie de soluciones que está en mi novela, lo cual es una buena manera de autodefinirse”. Cfr. Entrevista a Ricardo Piglia, en El Mercurio. Santiago de Chile, 24 de Mayo de 1992.
Ver por ejemplo.
[5] Cfr. Walter Benjamin, Walter. Tentativas sobre Brecht. Iluminaciones III. Madrid, Taurus, 1999, p. 37.
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