Una sinfonía inacabada (A la memoria de Juan José Saer)
(*) Por Edgardo H. Berg
“En ninguno de sus elementos es el lenguaje tan musical
como en los signos de puntuación” (Theodor W. Adorno).
Alguien toca una melodía en el piano y sus dedos se deslizan sobre las mismas teclas con las que podría ejecutar, eventualmente, una cantidad limitada de motivos diferentes. Apenas si dispone las notas en otro orden o escala varía acompasadamente sus respectivas duraciones. ¿Se trata en realidad de los mismos sonidos combinados en una distribución diferente? Las teclas del piano, desde luego, como sabemos, serán siempre las mismas. ¿Qué entendemos cuando hablamos de repetición de lo mismo? Dicho de otro modo, cómo ejecutar –cómo escribir- para que en la continuidad del movimiento de la mano pueda ingresar una discordancia momentánea, una interrupción, una fuga o una glosa. Quizás, en este sentido, pueda entenderse los motivos del incipit y de la metamorfosis que informan la escritura saereana –esa mano que, entre naufragio y precaria certidumbre, anota vacilante sobre la hoja áspera y vacía en el poema “Para cantar” o la palabra salvaje, discordante e inaudible, a la espera de ser escrita sobre una página en blanco, que se enuncia en la novela El entenado- O visto desde otro ángulo, quizás ese punto de anclaje, eso que llamamos el incipit de la narración saereana, esté dado por una estrategia minimalista. En Saer, ese escenario del comienzo, ese previo es más o menos simple: una caminata por el centro de la ciudad, un encuentro fugaz en un café, un viaje en taxi, una reunión de amigos, asado de por medio, o la percepción de unas gotas de lluvia que caen sobre un vidrio esmerilado. Y esas escenas, más o menos pueriles, más o menos comunes o cotidianas, permiten preguntarnos por la configuración de nuestra experiencia y el modo o la posibilidad de reconstrucción de una anécdota o de su recuerdo, quizás lejano como las nubes.
Al modo de un tema melódico o un acorde siempre susceptible a modificaciones rítmicas y tonales, la obra de Juan José Saer se reconoce por su carácter partitural: como una música inacabada y siempre por hacer, que en su inconclusión afirma su forma perfecta e imborrable. Ese es el lugar de una escritura que teje y, al mismo tiempo, mal-dice y (des)dice enigmáticamente en otra dirección.
De algún modo, nosotros lectores de Saer, reconocemos ciertas notas que el autor explora y desarrolla como principios constructivos de su obra: la transgresión o la disolución de los géneros, el uso experimental y disruptivo de los signos de puntuación, la amplificación de la descripción, como un modo tenaz y obsesivo de cercar la materia de la experiencia. Y ese desequilibrio o tensión, muchas veces, nos hace discernir, los argumentos de sus poemas como si fueran narraciones y leer, sus novelas como si tratasen de extensísimos poemas en prosa.
En un ritmo de corte e interrupción, la poética saereana aplaza los avances rectilíneos de la intriga y del sentido del final; y, operando con una repetición obsesiva y machacona produce una escritura disonante que altera y provoca el escándalo lógico para el imaginario clásico de la armonía genérica y de las claves bien atemperadas. La sintaxis quebrada e intermitente en el uso verbal, el proliferar infinito del verbum dicendi -” dice el Matemático que le dijo Botón que dijo Tomatis”, leemos por ejemplo en Glosa- escenifican una escritura teñida de rugosidades, surcos y asperezas que trasciende la lisura del plano, la línea o el volumen contorneable. Al modo de una continuidad inconclusa o un “perpetuum mobile”, los signos verbales, las voces superpuestas o los pases de registros son breves atisbos de una textualidad siempre a medio borrar.
La escritura saereana como la glosa es una versión maldiciente y errática que circula siempre en el exceso. Deambula, muchas veces, en los excesos atonales del alcohol o del “delirium tremens” –y lo digo no sólo en el sentido literal, las borracheras de Darío paseándose por Santiago de Chile en el poema de El arte de narrar, la media botella de ginebra de Pancho en La vuelta completa o el par de whiskys de Tomatis en Glosa ; sino también, en el otro sentido, en la visión a lo Poe que se halla presente en el poema del mismo nombre–
Y si la glosa, como guerra de versiones, como expansión prolliferante del chisme, del rumor o del comentario, construye el único suspenso posible que precede al otro tiempo, el tiempo que ingresa en tanto violencia atroz de la historia- basta leer en este sentido el poema “Trelew”, la reiterada escena de mutilación de una decena de caballos en Nadie nada nunca o la otra escena de Glosa, que siempre demorada y postergada acecha el sentido del final-
Si es verdad la literatura es un modelo simbólico, un instrumento imaginativo que sirve para ordenar nuestra experiencia y construir mundos posibles, es bueno que César Rey, Barco o Tomatis inicien un recorrido urbano alrededor del liso asfalto de la calle San Martín de Santa Fe, que Ángel Leto y el Matemático se encuentren en una esquina o vuelvan a caminar un par de cuadras más, que Rogelio levante la botella de vino rojizo y llene el vaso de Agustín, en el intermezzo de un asado, que Elisa corte un pedazo de pan y el Gato la contemple sin dejar de masticar, o que el cigarillo, otra vez, cuelgue inclinado sobre los labios de Wenceslao para dejar, por fin, el vaso sobre la mesa.
Al modo de un tema melódico o un acorde siempre susceptible a modificaciones rítmicas y tonales, la obra de Juan José Saer se reconoce por su carácter partitural: como una música inacabada y siempre por hacer, que en su inconclusión afirma su forma perfecta e imborrable. Ese es el lugar de una escritura que teje y, al mismo tiempo, mal-dice y (des)dice enigmáticamente en otra dirección.
De algún modo, nosotros lectores de Saer, reconocemos ciertas notas que el autor explora y desarrolla como principios constructivos de su obra: la transgresión o la disolución de los géneros, el uso experimental y disruptivo de los signos de puntuación, la amplificación de la descripción, como un modo tenaz y obsesivo de cercar la materia de la experiencia. Y ese desequilibrio o tensión, muchas veces, nos hace discernir, los argumentos de sus poemas como si fueran narraciones y leer, sus novelas como si tratasen de extensísimos poemas en prosa.
En un ritmo de corte e interrupción, la poética saereana aplaza los avances rectilíneos de la intriga y del sentido del final; y, operando con una repetición obsesiva y machacona produce una escritura disonante que altera y provoca el escándalo lógico para el imaginario clásico de la armonía genérica y de las claves bien atemperadas. La sintaxis quebrada e intermitente en el uso verbal, el proliferar infinito del verbum dicendi -” dice el Matemático que le dijo Botón que dijo Tomatis”, leemos por ejemplo en Glosa- escenifican una escritura teñida de rugosidades, surcos y asperezas que trasciende la lisura del plano, la línea o el volumen contorneable. Al modo de una continuidad inconclusa o un “perpetuum mobile”, los signos verbales, las voces superpuestas o los pases de registros son breves atisbos de una textualidad siempre a medio borrar.
La escritura saereana como la glosa es una versión maldiciente y errática que circula siempre en el exceso. Deambula, muchas veces, en los excesos atonales del alcohol o del “delirium tremens” –y lo digo no sólo en el sentido literal, las borracheras de Darío paseándose por Santiago de Chile en el poema de El arte de narrar, la media botella de ginebra de Pancho en La vuelta completa o el par de whiskys de Tomatis en Glosa ; sino también, en el otro sentido, en la visión a lo Poe que se halla presente en el poema del mismo nombre–
Y si la glosa, como guerra de versiones, como expansión prolliferante del chisme, del rumor o del comentario, construye el único suspenso posible que precede al otro tiempo, el tiempo que ingresa en tanto violencia atroz de la historia- basta leer en este sentido el poema “Trelew”, la reiterada escena de mutilación de una decena de caballos en Nadie nada nunca o la otra escena de Glosa, que siempre demorada y postergada acecha el sentido del final-
Si es verdad la literatura es un modelo simbólico, un instrumento imaginativo que sirve para ordenar nuestra experiencia y construir mundos posibles, es bueno que César Rey, Barco o Tomatis inicien un recorrido urbano alrededor del liso asfalto de la calle San Martín de Santa Fe, que Ángel Leto y el Matemático se encuentren en una esquina o vuelvan a caminar un par de cuadras más, que Rogelio levante la botella de vino rojizo y llene el vaso de Agustín, en el intermezzo de un asado, que Elisa corte un pedazo de pan y el Gato la contemple sin dejar de masticar, o que el cigarillo, otra vez, cuelgue inclinado sobre los labios de Wenceslao para dejar, por fin, el vaso sobre la mesa.
Silencio. Sólo silencio. En el intervalo de una fracción de segundo no pasará nada. Nada. Nadie nada nunca. Todos volveremos a leer otra página con lentitud y en desorden, y, después, dirigiremos nuestra mirada extraviada hacia un punto incierto. A Juan José Saer no se le han agotado los argumentos. Y si, ahora, le hemos perdonado un breve silencio, un breve impaz en su mano, que deja de anotar, él, Juan José Saer, de todas maneras, seguirá narrando.
Y de pronto como una hoja desplegada sobre el tapiz de la vida, como una intermitencia azarosa y fugaz, volvemos a escuchar una música más o menos conocida que irrumpe con sus cánones y sus fugas, esa “música familiar que, aún cuando salga en moldes constantes y convencionales, se deja tejer y destejer de variaciones hasta el infinito”.
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